Cuba es una potencia de la enseñanza del Ballet. No solo en el sentido de tener resultados, sino en la sensibilidad de los públicos educados durante décadas de productos de calidad. Allí hay que debatir en torno a las políticas de fomento de los gustos y el acceso a la mal llamada alta cultura, que no es otra cosa que una sola y por ende un derecho humano. En el panorama de la creatividad de la isla está inscrito ese capítulo que fuera Alicia Alonso y sus destellos. Fue la mujer que se enfrentó a una época y que dio a luz a un proyecto humano y social que iba más allá del arte, uno que se conformaba en el intríngulis de la nacionalidad y que viaja en los genes de una identidad desde entonces diferente.
Hablar de ballet en la Cuba de antes, la de las élites, era hacerlo sobre un arte de raza blanca, de posición acomodada y con vínculos con el poder global. Ahí estaba el secreto de lo que había que derribar, ese era el nudo gordiano del clasismo que le negaba al país el acceso a una cantera mayor de talentos. Si de algo hay que mostrar orgullo es que en Cuba tanto el pueblo como los trabajadores de la cultura han sabido ser protagonistas de esas transformaciones y que hoy, aún con la crisis económica que nos golpea, persisten como logros que distinguen y que acompañan. El ballet que va a las cooperativas, el que se presenta en las unidades de trabajo, ese era el brillo único, la trascendencia de una visión humanista de las artes que no se quedaba en los estancos ni en las élites.

¿Y qué otra cosa sino la belleza se puede esperar de la verdadera cultura? Hay que cargar contra todo lo que atente en demérito del buen arte, sobre todo en los tiempos duros que se viven, en los cuales hemos quedado como pueblo en la necesidad de un alma que nos consuele. De ahí que haya que construir desde los significados aquello que lo tangible niega. El ballet se conecta con tales inframundos de la existencia y nos permite el renacer posible. Más que una manifestación, es la sobrevida de la gente, la posibilidad de un segundo chance en medio de las infinitas muertes cotidianas. La imagen que sobresale del trabajo formativo del ballet no solo es lo concerniente a las escuelas, sino a los gustos de los públicos, que hoy no disponen de la misma cantidad de salas de presentación ni de la programación amplia y de calidad de antaño. Y ese tejido salvador de las artes, referente al contenido, es lo que hoy determina una crisis en el consumo y una falta de jerarquía estética.
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El ballet en Cuba es un reflejo de lo que somos como país en cuanto a los logros de la cultura y entronca con la más luminosa experiencia. Aunque ya hayan pasado los años y se halle la nación en otras condiciones, no se puede borrar lo que se disfrutó y el crecimiento colectivo en torno a las grandes obras. La escuela nacional, las graduaciones, el papel afamado de grandes del baile en otras partes del mundo; todo eso conforma un panorama en el cual la isla ha sabido prevalecer a veces sin los recursos, a veces sin todo el apoyo. Porque que nadie piense que ni siquiera Alicia tuvo a su disposición las cuestiones materiales. En esta tierra primero se soñó y luego se hizo, dejando la materialidad en un plano en el cual no posee poder decisorio.
Cuando pasen los años y haya que hablar sobre los aciertos de la política cultural, no puede faltar el ballet que dentro de las artes danzarías cubanas ha sido el buque insignia. Sin demeritar otros esfuerzos en el orden del estilo contemporáneo, la escuela nacional de ballet ha hecho maravillas y se sostiene como uno de los productos inimitables. Cuba ha establecido un sello que se reconoce en los escenarios mayores y con eso logró la respetabilidad. Si antes de Alicia Alonso hay que hablar de iridiscencias en el arte y de figuras, luego hay que mencionar una obra colectiva en la cual cada elemento ha jugado un papel.
¿Qué le queda por lograr al ballet? Quizás sostenerse en medio de la fuga de talentos y de la inestabilidad económica de los tiempos, que se les siga acompañando desde las instituciones sin que eso implique que la autonomía del arte decaiga, que haya un aliento más poderoso desde aquellos que poseen la palabra y que pudieran ser una voz crítica que resalte los valores. La visibilidad del ballet ya no es la misma y eso tiene que ver con que las jerarquías de consumo globalizadas han copado los espacios y forman a los públicos en un acceso alejado de los cánones de la cultura clásica.

Hay que mirar allí cómo la cuestión posmoderna de la globalización ha sido reaccionaria y restauradora del orden discriminatorio al cerrarle a las personas la diversidad de accesos a los fenómenos del arte. El ballet, que se había abierto en el siglo pasado, está otra vez en un momento en el cual se consume en espacios específicos. Los programas de televisión y de radio que expandían la cultura ya son escasos y no poseen la potencia de antaño. Existe un consumo que conforma los gustos de las personas para hacerlas refractarias de lo bello y lo edificante. Eso tiene que ver con la construcción de imaginarios sociales y de expectativas. Allí, la cultura tiene que jugar un papel liberador y en eso el ballet no solo posee ventaja, sino que logra una comunicación multisectorial a partir de ser un cúmulo de manifestaciones en una misma pieza.

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