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miércoles, 19 de noviembre de 2025

Cada noviembre llega Fidel Galbán

La noticia de su fallecimiento fue como un viento frío, nos llegó hasta los huesos…

Mauricio Escuela Orozco en Exclusivo 19/11/2025
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Los teatristas cubanos reconocen el peso de una labor en la cual Fidel Galbán Ramírez resulta imprescindible. Foto: Carolina Vilches/ Granma
Los teatristas cubanos reconocen el peso de una labor en la cual Fidel Galbán Ramírez resulta imprescindible. Foto: Carolina Vilches/ Granma

Cada vez que llegaba el mes de noviembre, Fidel Galbán hacía un poema dedicado al invierno. En esos versos no hablaba acerca de problemas cotidianos, no se quejaba de que para su teatro no existían las mejores condiciones materiales o que quizás no cobraba lo justo como el gran artista que era; sino que iba a regiones de su existencia y con aquellos recuerdos recreaba un mundo diferente. No solo es el mes de su cumpleaños, sino que era la etapa en la cual el café de la cocina poseía un olor más fuerte, cosa que le producía al poeta esas hondas evocaciones. En esos poemas, estaban su madre, la casa miserable de la infancia, la figura de su padre y la presencia de los sueños que lo condujeron a escribir. 

Un detalle siempre iba unido a aquellas historias: la madre de Fidel guardó, dentro de un libro de poesías, las primeras uñas que le cortó al niño, pues era común la creencia de que eso lo haría escritor. Aquella voluntad materna solo se hizo más fuerte con el paso de los años y, cuando el joven estaba en las montañas del Escambray cumpliendo el servicio militar, escribía en los ratos libres, a la luz de un mechero. De ahí, de esa aventura en la cual los tiros se mezclaban con las narraciones de Jack London y las novelas de gusto juvenil, salió el futuro teatrista hacia la escuela del Hotel Comodoro, donde estaría la primera enseñanza de instructores de arte en Cuba. 

Cientos de veces el Maestro comenzaba a narrar cómo era el mes de noviembre en esa casita natal de la provincia de Cienfuegos, en el poblado de San Fernando de Camarones, entre la felicidad sencilla, la pobreza y el deseo de salir adelante. Por eso, las charlas siempre terminaban en su encuentro con Maritza del Vals, su esposa, de quien se enamoró en unas parrandas de Remedios. Ambos eligieron barrios opuestos y recorrieron el triunfo con San Salvador, que ese año salió vencedor de la justa. Y aunque Fidel era del Carmen, el amor le valió componer un bello poema en honor a la muchacha que le robó sus emociones. Noviembre, el mes de su cumpleaños, diciembre, el de las parrandas. Y el frío del invierno en el medio como un símbolo de aquellos tiempos mejores, esos en los cuales los hijos estaban en casa, se montaban obras de teatro, se llevaban adelante los procesos creativos. Sucesos que unían la poesía con la búsqueda de sentido, la estancia en la villa remediana con el anhelo de viajar en la imaginación hasta la luna o hacia regiones ignotas. 

Nunca vi llorar a Fidel Galbán, al contrario, cuando otros nos angustiamos por la enfermedad que le llevó la vida, él nos daba aliento. Perderlo era un golpe para el que no estábamos preparados ni sus amigos, ni aquellos que quizás alguna vez lo adversaron y le impidieron un mayor desenvolvimiento institucional. Noviembre era el mes en el cual él celebraba las victorias y recuerdo cómo le gustaba vestirse bien, lucir su mejor gala, ser el escritor de lujo en porte y alma que siempre soñó y que llevó adelante con la sola fuerza de su obra. Maritza, con esa sonrisa de madre, preparaba el café de la mañana y allí, los tres, hablábamos de lo humano y lo divino. Conversaciones que se extrañan y que nos evidenciaron la trascendencia de los momentos más sanos, más propios de las buenas amistades y del aprendizaje del arte. Nada es eterno, todo muta, todo se marcha. Y como en las obras de Fidel Galbán, el pequeño mundo se disolvió al caer el telón. Tras el fallecimiento del Maestro, la esposa y los hijos emigraron, la casa fue vendida, el teatro pasó a manos de otros colegas. 

A veces Fidel me decía que aprovechara el tiempo, que le diera a la juventud un uso responsable ya fuera escribiendo o estudiando, porque lo que me parecía inmutable un día sería otra cosa. “Se nos enseña que hay un momento para todo y el momento suyo ahora es el de leer lo que le caiga en sus manos”, así me aseguraba desde su sillón de madera, sentado al lado de la puerta del patio de su casona en la calle José Antonio Peña de la ciudad de Remedios. Fidel había asumido la vida lejos de sus hijos —ya emigrados por entonces— y yo de alguna forma, con todo el respeto que ello conlleva, ocupé el vacío que los dos muchachos habían dejado. Era mi padre literario, la persona que me demostraba cómo —contra viento y marea— resultaba posible la obra que conduce al reconocimiento sano del arte y el respeto de la gente. 

La noticia de su fallecimiento fue como un viento frío, nos llegó hasta los huesos y colocó en crisis a quienes tanto lo valoramos. La creación de una jornada teatral en Remedios —idea que se materializó inmediatamente tras la pandemia de COVID 19— le hizo justicia a un hombre que vivió para las tablas. Más de una vez lo oí quejarse porque tenía que coger las telas de su casa para determinado vestuario o hacer de tripas corazón con los pocos recursos para su programa televisivo. Si alguien duda de la existencia artesanal de sus producciones, de la precariedad luminosa de sus escenarios; es porque no estuvo en esa fila de privilegio que otros sí ocupamos. Allí, en la sala de teatro de Remedios, Fidel volvía a ensayar una vez y otra las mismas escenas, como ese iconoclasta e inconforme director. Las obras, una genialidad pulida hasta el hartazgo, eran llevadas a los festivales e invariablemente recibieron premios. Cuentan que, entre telones y durante aquellas jornadas, se le veía repitiendo en voz baja los parlamentos de los actores. No solo vivía en el teatro, sino que el teatro lo habitaba, llenó sus ideas y experiencias y lo insufló de magia. 

A veces se paraba delante de su grupo y —ante la mirada atenta de los actores— les decía que él era su padre y todos ellos su familia; de ahí el recelo que siempre tenía cuando seleccionaba a quienes trabajaron con él. Todo funcionaba como en una gran resonancia, una vibración que no podía salirse de su frecuencia. Cuando lo conocí, escribía aún en su rémington, un aparato antediluviano que estaba en la mesa del comedor de su casa. Luego pasó a una laptop que llevaba de un lado para otro y así leer sus obras ya fueran poemas o piezas teatrales. Una de las últimas aproximaciones dramatúrgicas que hizo era en la línea del absurdo, tema que siempre le apasionó. De hecho conocí de dicha vertiente —siendo yo muy joven— gracias a las referencias que me daba y los libros que nos facilitamos. 

En su casa había —además de los muchos libros de teatro— carteles que recordaban las giras de su grupo, los títeres más famosos, los programas televisivos que habían hecho. Recuerdo con mucho cariño de mi más tierna infancia un espacio en la pequeña pantalla en el cual un joven Fidel Galbán y sus dos hijos recreaban las parrandas de Remedios. Todos con los atuendos de los barrios y con los cánticos, todos con las sonrisas y la picaresca popular. Aquel programa —hecho con lo mínimo en recursos— había tocado las fibras más genuinas del arte y era capaz de mover emociones. De aquellos mismos años fue la obra Sin ton ni son de San Juan de los Remiendos, una parodia de la historia pasada y reciente de la villa en el contexto de los largos apagones y la escasez del periodo especial y de cómo un pueblo no renunciaba a soñar. Fidel —recordando el humor de los clásicos de la picaresca— recreó en voz del típico “bobo del pueblo” varios de los pasajes más reveladores de su propia filosofía existencial. 

También era un hombre lleno de contradicciones, capaz de reconocer el talento de otros, pero de ser intransigente en sus puntos de vista. Nunca lo vi ser manso cuando se trataba de polémica y defendió cada palmo de su pensamiento a veces de una forma feroz y temeraria. En sus enemigos había una mezcla de miedo y de respeto. Lo miraban en la distancia, eran cautos a la hora de presentarle batalla. Siempre tenía para ellos una frase que encerraba caballerosidad y fuerza. A pesar de no poseer un título universitario, su verbo corría con clase y poseyó las mejores salidas para cada una de las guerras intelectuales que libró. 

Hubo años en los cuales —cuando llegaba el mes de noviembre— decía de su necesidad de pararse encima de una silla y declamar versos ya fueran dedicados a la naturaleza, a su familia o los amigos. Aunque cultivaba el teatro con éxito, su verdadera vocación era la de poeta y siempre hizo hincapié en que —si bien no se dedicaba a eso— poseía la fuerza para hacer varios poemarios y darlos a la imprenta. Nadie sabe a fin de cuentas las muchas obras que inició y borró en su laptop. Personalmente tuve un archivo de sus piezas teatrales en mi computadora, hasta que un virus las eliminó. Dije siempre de mi voluntad por editarlas y darlas a la publicidad en un cuaderno, pero no prosperó ninguna iniciativa seria en esa dirección. 

Aunque cada año se recuerde su impronta al arribar noviembre, Fidel Galbán aún espera porque estas piezas lleguen impresas a su destino: el lector. Los teatristas cubanos reconocen el peso de una labor en la cual el Maestro resulta imprescindible. Hace unos años, en unas clases transmitidas en televisión sobre el arte del títere, un especialista de larga trayectoria tomaba una de las obras de Fidel como punto de referencia, se trataba de El viaje de Tin, una alegoría de un muñeco nacido a partir de una gota de lluvia que caía del techo de una choza donde vivía un anciano contador de historias. Así fue toda su vida, la de un ser que —nacido del sueño materno de procrear un poeta— siempre tuvo en su savia la sustancia de los libros y el amor por lo más puro, por aquello que edifica realmente a la humanidad.


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Mauricio Escuela Orozco

Periodista de profesión, escritor por instinto, defensor de la cultura por vocación


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