El aire en Isabela de Sagua huele a salitre y a memoria. Una brisa que se cuela entre las ruinas de los muelles, ondea sobre las aguas tranquilas y le susurra al visitante una historia de grandeza. Este pueblo, encajado en la desembocadura del río Sagua La Grande, en la costa norte de Villa Clara, fue en otro tiempo un latido frenético en el corazón económico de Cuba. Hoy, ese latido es un susurro, una calma profunda que, contra toda lógica, no resulta triste. Porque siempre es bueno volver.

Caminar sus calles es admirar sus paisajes. Aves costeras sobrevuelan el cayo como sus guardianes silenciosos. Al caer la tarde, la vida no se detiene: los jóvenes del lugar se convierten en los protagonistas de un partido de baloncesto en una vieja cancha. Nada mejor que terminar el juego y lanzarse al agua, chapoteando bajo los colores dorados del atardecer.

Y siempre están los pescadores, los eternos pintores del lugar, lanzando sus carretes al mar para probar suerte y llevar un pez a la cena.

Este rincón que vive del recuerdo ya no es lo que un día fue. Pero aún late con vida, y donde hay vida, hay esperanza. Donde, como un mantra que repiten sus calles y su gente, siempre es bueno volver. A la Venecia de Cuba.

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