El más grande amor

Apenas despuntaba el día y ya estaba ella con su amor en brazos, mirándolo como solo sus ojos lo miran, besándolo como solo sus labios lo besan, acariciándolo como solo sus manos lo acarician. Sin nadie que se interpusiera entre ambos, él era suyo y ella suya.

Solo dos meses atrás la escena formaba parte de sus más anhelados sueños, esos en los que tantas veces lo imaginó a su lado, anheló empaparse de su olor, perderse en el sonido de su voz, y envolverse en su calor. Tantas veces vislumbró la escena que, aun cuando esa mañana el sol los sorprendió, al fin, abrazados no podía creerlo.

Quién le hubiera dicho que por él, que llegó para quedarse en una fría madrugada de diciembre, abandonaría la comodidad de su cama antes del amanecer por el simple placer de compartir las primeras luces del día, que pasaría horas despierta durante la madrugada solo por verlo descansar luego de una larga jornada, e incluso que se despediría de esos amigos gatunos que tanta alergia le causaban por hacerle bien.

Quién le hubiera dicho que un solo ser podría abarcar todo lo que siempre deseó y despertarle tantas emociones al mismo tiempo. La risa y el llanto —de felicidad— no se habían separado de su día a día desde el primer momento en que se supo prendida de su mirada y prometió entregarse a él en cuerpo y alma, como esta mañana en la que el mundo todo celebraba el amor y la amistad.

Para ella, que se sabía dichosa por contar con el cariño de sus amigos y familiares, quien a esas tempranas horas descansaba en sus brazos, era su mayor regalo, ese que la vida le dio para acompañarla, cuidarla y amarla siempre, porque no hay amor más grande que el de una madre para sus hijos, y este 14 de febrero, lo sabía.