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miércoles, 2 de octubre de 2024

El alma única del todo

Tal vez el alma única del todo vive en constante quebrar y simplemente sedimenta sus traumas para que, sobre ellos, continúen brotando las orquídeas como quien tapa un hueco con mantel de flores...

Mario Ernesto Almeida Bacallao en Exclusivo 02/02/2020
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Cartucho 2
Cartucho, un perro sato al que la soga condenó a mostrar las costillas hasta el último de sus gruñidos, también respondía acorde a las miradas del viejo (Mario Ernesto Almeida Bacallao / Cubahora)

Bernardo, más que guajiro o campesino, encarnaba la moribunda y perspicaz estampa de un sobreviviente. Un tipo alto, blanco en la sombra y colorado en el insulto o la insolación. Bigote fácil y canoso que intentaba moderar a regañadientes y ¡ay! los dientes… fueron abandonando sus encías hasta lograr que los labios se apretujaran más a la boca y la quijada pareciese ganar en prominencia.

La camisa de tela sencilla siempre desabotonada a la mitad, los dedos de las manos trastornados por los golpes de amortiguar caídas e inquietos por el párkinson y las variables dosis de alcohol. El cinto de cuero desvencijado ajustaba más al pellejo de la barriga que al propio pantalón y los zapatos deportivos claros, prácticamente incapaces de la menor actividad, completaban su estampa que, ya fuera acercándose con su bastón por el camino o ennegreciéndose una uña de un martillazo en el portal, se llegó a convertir en parte inseparable de aquel mundo que aparentaba tener una alma sola, alimentada por las andanzas confluyentes y chocantes de diminutos y enormes destellos de vida.

El jugo de naranja agria, desde el aroma hasta el sabor, era lo más refrescante que podía hallarse por aquellos contornos de lomas donde la sobriedad –llamémosle así– aparecía como un perro jíbaro que entraba sin permiso a la choza, recorría la cocina, se echaba en la sala y se arrastraba hasta el cuarto. Un perro malnacido al cual, a pesar de los gruñidos y los actos vandálicos, se le acababa por tomar cariño, se le alimentaba e incluso, después de tantos años de andar en lo mismo, de reconocer mutuamente los olores, se le silbaba con cara de tontería y un ligero movimiento sincronizado del cuello, las cejas y los párpados… para acabar pasándole la mano por el sucio pelaje.

Bernardo preparaba jugos de naranja agria porque, además de resultar raro y sabroso, no tenía mucho más que brindar que agua fría, azúcar y las dichosas esferas rugosas, amargas y amarillas que brotaban de una mata de la veteranía que había sabido agradecer, año tras año, el cordial servicio regalado por el agua escapada del tragante de la cocina.

La cocina era algo larga y estrecha, una especie de pasillo corto con mesas a los lados donde reposaban bocabajo los platos. Moría en un lavadero añejo cuyo esmalte blanco y azuloso insistía en sobrevivir a las generaciones, a pesar de los salteados rayones y golpes que lo adornaban por algún que otro costado. Los cacharros, casi todos de aluminio, colgaban de alambres y un vaso plástico raído daba vueltas por todas partes de manera tal que, podría decirse, era la única gangarria carente de espacio fijo. En una repisa se escondía el pozuelo del arroz, junto al de la azúcar blanca, al lado también de dos pequeñas jabas de trapo sucio donde aguardaban los frijoles negros y la azúcar prieta. El refrigerador, gigante y oxidado, exhibía, leve, cierta inclinación hacia atrás.

En la sala los sillones de madera crujían como en las películas de terror y las butacas, de un palo más fino, barnizadas, habían perdido en su mayoría la red de guano que a su vez había sido sustituida por pequeños cuadrados de cartón fijados con imperceptibles puntillitas de zapatero. En clavos más fuertes reposaban el cuadro de Jesús, el de la virgen de la Caridad del Cobre y el que enclaustraba la imagen descolorida e imprecisa de un hombre que, presuntamente, había llevado las riendas de esa finca más de cincuenta años atrás cuando Haidé, la compañera de Bernardo, llegó siendo apenas una niña para trabajar como criada.

Y en medio de todo aquello yacía el televisor, tan falto de colores como la foto del viejo, con más lloviznas que los frentes fríos y un caparazón plástico oscuro sobre el cual recaían las esporádicas palmadas que la gente que sabe –y la que no– les da a esos trastos para que acaben de agarrar la señal.

Los dos cuartos tenían cama y uno de ellos un tremendo escaparate, viejísimo como todo, que le daba un falso aire de magnificencia al dormitorio.

El piso de cemento pulido dejaba ver grietas incurables donde vivían alacranes, ciempiés y marca perros, paredes de tabla de palma entre las que correteaban, dormían y se apareaban las lagartijas, arquitrabes de madera que mostraban delgadas arañas carmelitas, ocultaban ranas somnolientas y que servían de corredor a las ratas que en el campo nadie sabe dónde viven, pero vagan ágiles, misteriosas y rastreras por todas partes. El techo yacía compuesto de anchos tablones pintados de amarillo y cubiertos por tejas francesas.

Por los contornos de la casa acechaban pollos de todos los tamaños y tonalidades que corrían hambrientos al escuchar el repetitivo “¡vamo!” que salía en las tardes de la voz ronca y hueca de Bernardo.

Con los carneros ocurría similar. Él se paraba en el portón del corral y dejaba escapar por la colina aquel grito ahogado de “¡Niña!”, que ponía a todos en movimiento para entrar por el redil y echarse apretados en el calor de la caballeriza.

Niña era una de las matriarcas. Había quedado huérfana al nacer y Haidé y Bernardo la tuvieron dando tumbos por el interior de la casa hasta que la leche de biberón la convirtió en un animal fuerte con pelaje dorado retinto, que de tan boba y mansa, todavía años después, infestada con el nervioso pavor que rondaba en el rebaño, corría hacia la escuadra cada vez que Bernardo lanzaba su nombre a las lomas, mientras el resto de los carneros, igualmente adaptados al tembloroso reclamo, la seguían a la carrera.

Cartucho, un perro sato al que la soga condenó a mostrar las costillas hasta el último de sus gruñidos, también respondía acorde a las miradas del viejo, al mandato de sus manos, al silbido potente, al “ataja” desgarrador y desgarrado que autorizaría al can a entrar en cintura a los cerdos y las vacas o a ir tras las canillas del intruso que habría osado colarse por alguna cerca intrincada para robar naranjas agrias que no eran lo único pero sí lo que más crecía en esas tierras de lomillas pendejas.

Bernardo buscaba troncos muertos y los abría de un fuerte trancazo con el filo del hacha. Esa leña la colocaba bajo un gran fogón improvisado, derramaba luz brillante y dejaba puesto levemente el fósforo prendido. Encima colocaba un tambuche metálico y tiznado con capacidad para sesenta litros y ahí vertía las sobras de comida de unas cinco familias que luego repartiría entre los puercos.

Un día el dueño de la finca apareció con altas dosis de molestia debido a la acumulación de trabas burocráticas y andaba de allá para acullá “como un volí´o”. El señor que atendía las vacas no había advertido la situación y pretendía decirle algo que quizás acrecentara la furia, pero Bernardo lo apartó hacia la mata de ateje y le aclaró que no era el momento: “Hoy no. Cuando él tiene los labios mordidos ni te le acerques”. En ese momento, el dueño de la finca le puso el brazo por encima del hombro y soltó una risa, comprendiendo que estaba ante una persona, además de sencilla, observadora.

Ayudaba a los vecinos a sembrar tomates o a recoger frutabombas, a arreglar un techo de cinc o a levantar una pared de palmas… De saber que alguien del pueblo estaba enfermo, hacía su recorrido estratégico y recogía las siempre bienvenidas naranjas agrias junto con algunas cajel para llevárselas.

Según la ley de los hombres, Bernardo no era dueño de nada. La finca siempre fue de otro y, por tanto, a otro pertenecía la casa con sus alacranes, lagartijas y ratas; eran de otro –habría constatado un abogado– la carnera, el perro, las gallinas, las vacas y hasta las mismísimas matas de naranja agria. Suya no resultaba, tan siquiera, la bancada del parque donde se recostaba para alimentarse de la sombra y del fresco que cada mediodía se pone a dar vueltas a la iglesia del pueblo.

Pero la ley del monte, de la vida, al parecer se rige por distintos legajos y quién sabe si ello explique que, luego de la muerte de Bernardo, Cartucho también cerrara sus ojos o que Niña dejara de responder, que los pollos emigraran, que la casucha apenas sea un almacén de panes mohosos y mangos podridos o que el bendito jugo a base de agua fría, azúcar prieta y dos o tres naranjas agrias se antoje imposible de concebir. Quizás el alma única del todo sufrió una grave fractura. Tal vez el alma única del todo vive en constante quebrar y simplemente sedimenta sus traumas para que, sobre ellos, continúen brotando las orquídeas como quien tapa un hueco con mantel de flores.


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Mario Ernesto Almeida Bacallao

Periodista y profesor de la Facultad de Comunicación de la Universidad de La Habana


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