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lunes, 25 de noviembre de 2024

Julio Díaz: del ideal a la práctica

Paulino Díaz González, hermano de Julio, el combatiente revolucionario del Granma y del Moncada que cumplió su último deber en el ataque al Uvero el 28 de mayo de 1957, evoca la vida del héroe...

Susana Alfonso Tamayo en Exclusivo 28/05/2013
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Cuartel Moncada en Santiago de Cuba
Todos los preparativos del Moncada fueron planeados en el más estricto secreto.

Aunque las arrugas en su rostro evidencian que ya no es tan joven, el paso del tiempo no ha sido enemigo lo suficientemente fuerte para ganarle la batalla a la memoria de Paulino Díaz González, quien vuelve a tener 15, 16, 17 años y rememora aquella época cuando en Artemisa se fraguaba una generación de héroes. Eran tiempos diferentes:

“Tener inquietudes políticas entonces era algo normal, y no solo en Cuba. En casi toda América Latina existían regímenes apoyados por Estados Unidos y era común que el espíritu rebelde se hiciera cada vez mayor. Nuestros jóvenes hoy tienen una visión diferente, porque no han tenido que chocar con los problemas de aquella generación: el abuso de los campesinos, la discriminación en todos sus aspectos”, comenta Paulino.

En su casa no sabían de los preparativos del Moncada, todo fue planeado en secreto, pero sí tenían conocimiento de la filiación política de Julio Díaz y de su incomodidad respecto al golpe de Estado de 1952. Del resto se enterarían más tarde. Sabrían que, gracias a su trabajo en la ferretería, Julito suministraba las armas calibre 22 para las prácticas de tiro y que, en lugar de ir a hacer un balance a la capital, se hallaba entre los artemiseños que, abandonando el calor del hogar, habían partido rumbo a Santiago de Cuba para llevar a la práctica sus ideales revolucionarios.

“Por radio nos enteramos de que muchos jóvenes habían sido asesinados. Julio fue uno de los primeros en salir por la prensa como vivo. Unos campesinos en Múcaro lo habían alojado luego del asalto”, cuenta Paulino Díaz, quien destaca la confianza de su hermano en Fidel, aun en los momentos más difíciles: “Después de la acción fallida, Julio no cejó en buscar a Fidel, siempre iba a su encuentro, en México, en Cinco Palmas… porque sabía que Fidel era el hombre que resolvería los problemas de Cuba”.

Esta fe en el triunfo revolucionario y el liderazgo político como leitmotiv en la vida de Julio Díaz pudo apreciarla también su hermano cuando iba a visitarlo a la prisión de Isla de Pinos, a donde había sido trasladado desde la cárcel de Boniato.

“Nombramos a Elizaldo Díaz, un pariente nuestro de Santiago de Cuba, como abogado de Julio mientras él aún estaba allá, y en cuanto lo pasaron para Isla de Pinos fuimos a visitarlo mi mamá, mi hermano mayor y yo. Fue nuestro primer contacto desde que se marchó. Allí tuve la oportunidad de conocer por primera vez a Fidel”.

Paulino recuerda las diez horas de travesía desde Batabanó y cómo se turnaba la familia para visitar al prisionero. La madre no faltó a ninguna visita, excepto los meses en que los moncadistas estuvieron castigados por cantar el Himno del 26 de Julio durante la visita de Batista a la cárcel, con motivo de la inauguración de la planta eléctrica.

Desde entonces toda la familia se unió a la causa. Ya estaban involucrados a fondo con anterioridad, así lo confirma Paulino: “Tres días después del asalto al Moncada, nuestra casa fue invadida. Nos mantuvieron en la cocina mientras revisaban todo, pero nosotros habíamos desaparecido los documentos comprometedores y las balas. Nunca nos dejaron tranquilos, incluso después de la muerte de mi hermano. Había un grupo de guardia designado para visitarnos a la hora que entendían: nueve de la mañana, once de la noche, tres de la madrugada”.

En la casa de Montané se creó un grupo de apoyo a los presos del Moncada, del cual formó parte la familia de Julio Díaz: “Se procuró ayuda, se luchó contra la desinformación del régimen y se recogieron firmas para la liberación de los jóvenes”.

El indulto otorgado a los prisioneros trajo la alegría al hogar de los Díaz González, celebración que duraría poco, pues la lucha no había concluido y la represión no cedería:

“Poco tiempo después de su liberación fueron detenidos en el vivac, en Artemisa, y de ahí trasladados a Pinar del Río, donde los estudiantes hicieron presión por su libertad o para que se les adjudicara causa. Son nuevamente reubicados y en el trayecto, Jacinto Menocal —de la policía— separó a Julio, Ciro y José Suárez para llevárselos al cuartel. A los demás detenidos ordenó que continuaran camino a la capital, pero sin garantía para sus vidas una vez que pasaran Bauta”.

Paulino explica también que al saberlo, los familiares fueron hasta dicho pueblo y le dieron a conocer a la prensa las condiciones en que se encontraban los reos: sin agua, ni comida: “Finalmente no fueron asesinados pero sí llevados al Castillo del Príncipe”.

Dada la situación inestable de Julio Díaz, su familia tramitó con Armando Hart su salida a México, país donde estaba exiliado Fidel.

Aun en la distancia mantenían comunicación por medio de María Antonia González, su sobrina Alina, o cualquier visitante que dirigía sus pasos a la nación mexicana.

Estando en tierra azteca, Julio fue capturado, encerrado y torturado en la prisión de Los Pocitos, como si las rejas y los golpes pudieran mutilar su sueño de libertad. Los ojos de Paulino reflejan el dolor que trae consigo la ola del recuerdo de las noticias recibidas los últimos días de vida de su hermano: 

“En el desembarco tuvo dificultades, debido a la fuerte tortura a la que había sido sometido, sobre todo problemas en la vista. Conocimos esto por Filiberto Ponce, en una conversación que tuvimos en la provincia Granma. A través de la iglesia nos llegó la noticia de que había estado en Media Luna. La información nos fue dada no con su nombre, sino con su fecha de nacimiento”.

Paulino señala que los mensajes de la Sierra eran muy esporádicos y circulados con sumo cuidado, para que la dictadura no detectara nada, pues los familiares de los rebeldes eran vigilados.

El 28 de mayo de 1957, una bala cegó la vida de Julio Díaz González, en el combate del Uvero. Cayó junto a seis de sus compañeros.

“Tras su muerte, le dieron sepultura en un lugar cercano al Uvero, junto al santiaguero Nano Díaz. Cuando triunfó la Revolución, María Antonia hizo la exhumación de los restos y fueron llevados a un panteón en el cementerio de Santa Ifigenia. Allí permanecen hasta su traslado al panteón de las FAR, en el cementerio Colón, y posteriormente al Mausoleo de los Mártires de Artemisa”, afirma Díaz González.

Los detalles de la muerte en combate del hermano prefiere no tocarlos, quizás porque la saeta de la pérdida hiere demasiado profundo, quizás porque prefiere recordar los mejores momentos o aquello que más luz irradiaba en Julio Díaz: “Martí decía que le dolía el golpe en la mejilla ajena, y Julio era así, siempre dispuesto a buscarse problemas —de ser necesario— por algo que le pareciera injusto”.


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Susana Alfonso Tamayo


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