Equivocados… de medio a medio

Semanas atrás el secretario norteamericano de Estado, Rex Tillerson, al referirse a los “dolores de cabeza” de la administración Trump en América Latina y el Caribe, proyectaba nuevamente, entre otras “inquietudes” de su gobierno, el pretendido “caso cubano”.

Tal vez para algún novicio en el universo informativo resulte un elemento inédito, pero para los que peinan canas y han vivido decenios de cerco y hostilidad, o para aquellos que se han tomado el interés de hojear la historia regional, se trata de una simple “vuelta a la semilla”, la más abyecta, por cierto.

Una simpe pregunta a Tillerson: ¿gustaría el señor que a nombre de un presunto y altanero derecho divino los cubanos y el resto de los latinoamericanos y caribeños sancionásemos, aisláramos y agrediésemos a los Estados Unidos porque nos disgustan sus maneras políticas internas y externas y sus modos de estructurarlas y llevarlas a cabo?

¿Admitiría la sociedad norteamericana insultos, campañas y acciones desestabilizadoras, presiones económicas y amenazas militares de los restantes “americanos” de este hemisferio porque, según nuestro criterio, Washington no es compatible con nuestras ideas y nuestros propósitos?

Si como es de imaginar, las rechazarían por completo y defenderían a brazo partido su autodeterminación, entonces vale que lo piensen mejor a la hora de plantear ese contexto hostil de manera inversa.

Con más razón cuando las bravatas Made in Casa Blanca ya no asustan, mediatizan y paralizan, en un mundo cada vez más multilateral, y por lo tanto, con alternativas seguras, viables y confiables para sortear y derrotar las acciones hegemonistas.

En cuanto a Cuba, uno de los resucitados argumentos de la intolerancia imperial radica en la “inaceptable carencia de democracia” en el proceso eleccionario local, que este marzo permitirá elegir al poder legislativo, encargado a su vez de estructurar el gobierno.

Y por qué no… Washington y cualquier otro foráneo, más allá incluso de sus preferencias políticas, puede tener criterios propios sobre el método electoral vigente en la actual Constitución cubana, pero en tanto voluntad soberana ajena merece todo el respeto que otro puede reclamar para el suyo propio. Y ahí está precisamente el hilo que divide la convivencia civilizada de la injerencia burda e intolerable.

Por lo demás, y debe saberse y decirse, los cubanos no dejan de tener opiniones diversas sobre el modo en que hoy eligen a sus representantes y gobernantes, y en el camino insoslayable de la perfección de la sociedad que se empeñan en construir, con toda seguridad se encargarán, libres de todo dictado exterior, de proponer y promover por sí mismos, de forma responsable e inteligente, las correcciones y cambios que resulten necesarios para establecer una democracia popular cada vez más participativa, ajena al formalismo, al mecanicismo y a los malabares burocráticos y paralizantes.

Pero sin dudas, para hacerlo, y para disgusto de Rex Tillerson y los que piensan como él, nadie invocará las añejas teorías de dominación al estilo de James Monroe, ni acudirá a la embajada de los Estados Unidos en La Habana a pedir instrucciones y recibir dictados sobre lo que nos toca modelar y concretar por cabeza y manos propias.