lunes, 23 de septiembre de 2024

Neuróticos como los personajes de Shakespeare, apaciblemente cervantinos…

Entre la neurosis y la utopía se hizo el fenómeno idiomático…

Mauricio Escuela Orozco en Exclusivo 23/04/2023
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Shakespeare y Cervantes
Tanto Shakespeare como Cervantes fueron personas por encima de su tiempo, seres que no se frenaban ante lo inmediato, sino que pensaban en una universalidad fuera del momento.

El 23 de abril de 1616 fallecieron Cervantes, Shakespeare y el Inca Garcilaso de la Vega. ¿Designio del destino? Lo cierto es que a partir de ello se acordó que el idioma tome la fecha para inmortalizar no solo a dichos autores, sino a la gran cultura universal que aparece asociada a todo fenómeno comunicativo. Cuando se escribe un nuevo libro, se piensa un espacio de intercambio o se plantean ideas creativas, surge la chispa de la razón humana. El hombre como principio y fin de una solidaridad y de un orden fraterno que nos coloque en el justo sitio como especie. Sin el idioma, dichos principios no serían posibles. Habitamos el lenguaje, somos el mundo de lo dicho, pues lo que no se nombra no se percibe, no se describe y por ende está fuera de nuestro universo referencial.

 

Fueron esos autores homenajeados quienes en sus idiomas hicieron que las palabras tomaran la madurez y el tono necesarios para que castellanos e ingleses pasaran a considerarse sujetos históricos con capacidad de incidir en cambios fundamentales en los entornos históricos. Sin Cervantes no se puede entender la hispanidad y sus muchas derivaciones, ya que unido a todo esto persiste un proceso de identidades que nos construyen un camino como pueblo. Los hablantes, los que escriben y leen en español no pudieran ser como son sin ese hombre que pensó en la justicia como un símbolo per se de la creatividad artística. En el núcleo de la cultura latinoamericana reside el germen de los recorridos del Quijote y dichos signos vertebran la manera en que pensamos un sueño y lo llevamos a la práctica. Shakespeare es la identidad anglosajona en todo su esplendor, con la cuestión pragmática en contraposición con el orden dubitativo. Si el Quijote tiene fe en la justicia y la sale a buscar en medio de los harapos de su pobreza, Hamlet duda ante el cráneo del bufón Yorick, no está seguro de que debe hacer esto o aquello, pero sabe que el mundo se concibe a partir de decisiones y que en esa cuerda dura tendrá que moverse. Son esos debates los que han establecido líneas generales, cuya genealogía hoy está en la savia global de los pueblos y de la gente más común. Haber logrado eso es una obra de gigantes y marca un hito en la historia humana que merece el sitio más excelso.

En el caso de Shakespeare es destacable que sus personajes describen el arco de los comportamientos humanos y por ende poseen una hondura filosófica a partir de la cual se puede describir nuestra naturaleza. El autor era una especie de estudioso de las manifestaciones más oscuras de la condición y sabía crear tipos que sin dejar de lado la organicidad se colocan como esquemas de lo que somos. Hay una interpretación compleja a partir de las formas en que el inglés establece los parámetros de la savia humana. En tal sentido, se percibe en las obras de teatro ya sean tragedias o comedias, la huella de un hombre que caminaba las calles y se detenía a observar con fruición a la gente común. De ahí que, incluso en los pasajes más elevados, el idioma inglés haya hundido su escalpelo en lo más cotidiano y de ello saque la consabida ganancia. Shakespeare supo de la vida gregaria y la llevó a los escenarios vestida de Julio César, de Macbeth, de Otelo, sin que por ello haya una impostación en su universo recreado. No oímos a los personajes históricos cuando vemos las representaciones, sino a personas con sus dramas, las cuales o se pierden o hallan un recodo de paz y de estabilidad en medio de la miseria que los reta. Si los tipos recreados por Shakespeare son neuróticos, los de Cervantes parecieran sentarse a conversar con tranquilidad y decirnos de la inmensa sabiduría de las llanuras de España. Hay en la realidad hispánica una especie de resignación rebelde, que a la vez que busca la justicia sabe que dicho ideal es inalcanzable en su totalidad. Quizás de allí provenga la primera interpretación nuestra del concepto de utopía. Los personajes cervantinos sufren, indagan, sueñan con lo hermoso y lo bueno, pero no logran salir de una condición dolorosa que los marca a fuego y que es como el destino trágico de los pueblos latinos.

 

Entre la neurosis y la utopía se hizo el fenómeno idiomático. Hay un equilibrio frágil, un fino, pero deseable camino que separa la caída del ascenso. El abismo se parece a la cúspide. Por ello, tanto Shakespeare como Cervantes fueron personas por encima de su tiempo, seres que no se frenaban ante lo inmediato, sino que pensaban en una universalidad fuera del momento. Eso los hizo grandes. Si se hubieran conformado con la crónica y lo descriptivo, nada de lo que hoy tenemos fuera posible. Además de lo gregario, los autores filosofan en torno a condiciones y marcos referenciales mayores. Si bien la historia está presente como un elemento temático, no se trata del simple relato de cuestiones políticas ni de biografías estériles, sino que se aborda una crítica honda y desalienadora de la sociedad. Los escritores buscan lo auténtico y se van más allá del freno epocal, colocan su escalpelo en la senda juiciosa de la filosofía y del estudio. ¿Qué es Hamlet?, una obra sobre la duda, el dolor, el desapego, el desarraigo, la desconfianza y la angustia. ¿Y Don Quijote?, una novela que se trasciende a sí misma y que es capaz de hacer un rejuego intertextual con la esencia de la cultura, en el sentido de la complejidad y del error, del acierto y de la desgarradura existencial que conlleva habitar un mundo imperfecto. No hay complacencia, sino lucha, porfiada acción que sobrepasa el discurso y que incide en los cambios y en el interaccionismo de los símbolos que descansan en el subconsciente. Las obras serán usadas como arquetipos para explicarnos y deconstruir a la criatura humana, para analizar los entresijos de la mente y darnos alguna certeza. Por ese nivel de penetración vale la pena que existan cultores del idioma a tal altura.

 

Lo que no se nombra está más allá del lenguaje y habría que describirlo a partir de un aparato categorial inexistente, ya que no lo percibimos. No obstante, la literatura nos ha obligado a ensanchar las miras de los estudios sociales, nos muestra que son posibles muchas naturalezas enrevesadas. En tal sentido, los autores clásicos marcaron un camino ahora transitado hasta la saciedad. ¿Por qué?, ya todo ha sido dicho de una u otra forma y quedan las notas musicales en el aire para ser interpretadas. Como mismo pasó con Bach, existe toda una escuela que vino después para escribir la inmensa variación de los tipos filosóficos establecidos por los autores fundacionales. La naturaleza de los clásicos está en que no se cansan de decirnos lo mismo y nosotros no nos fatigamos de leerlos y asimilarlos. En esa dialéctica entre el hoy y el ayer se inscribe la creación humana. Sin aquellos momentos cumbres estaríamos nombrando el mundo de una forma diferente. Hay que homenajear a quienes nos trajeron hasta aquí, aunque ello tenga máculas y demuestre ser un proceso imperfecto y no libre de otros intereses. La historia está henchida del barro de la realidad y mucho más la literatura. Nada somos sin las manchas que definen el humanismo más ilustre. Lo grotesco, lo duro también son las condiciones de la especie y en ello se nos ha ido gran parte de la búsqueda y de las luchas por un horizonte.

 

Nunca invitaríamos a los personajes de Shakespeare a nuestra casa, porque nos la transformarían en un campo de batalla, destruyendo todo a su paso con los conflictos tan disímiles. Pero tendríamos que perfeccionarnos mucho como personas, para lograr la amistad y la confianza de los tipos cervantinos. Entre el ideal y el pragmatismo, el equilibrio humano ha de definirse y no quedarse nunca quieto. He ahí la savia que participa en el hallazgo de los clásicos y que propende a la preservación de esencias.

 

Cuando Italo Calvino habló de la naturaleza y el comportamiento de los libros que han marcado una época, lo hizo a partir de que el propio tiempo había ya dado su veredicto. Pero más allá de ese tribunal implacable de los siglos, tanto Shakespeare como Cervantes fueron hombres de su época y marcaron una forma de pensar desde la centralidad concreta y cotidiana. Son clásicos en función de su propio ser y no por la impostación académica. El idioma creció a partir de esas obras, se ensanchó, se hizo mayor de edad y pudo proseguir su camino hacia un punto de ebullición entre la metáfora y la claridad del pensamiento que dio paso a la madurez intelectual. Nada enturbia hoy estas apreciaciones, sino que habría que trabajar para que el idioma se preserve de las máculas que pretenden restarle su función social. No se escribe ni se habla a partir del capricho, sino que existe una tradición espiritual que debe respetarse. Asimismo, los autores poseen la licencia de aportar desde la confluencia de saberes y la siempre viva picaresca humana.

 

En esa floresta que pareciera renacentista, los autores clásicos poseen un instante único como hacedores de caminos y maestros. La herramienta que nos dejan no solo posee una belleza, sino que define el universo cognoscible. Además de ello, hay una necesidad existencial y una búsqueda del ser a partir de las huellas de los personajes, un escape de la condición trágica hacia las mejores alianzas culturales que permitan una desalienación de la especie y un escalón supremo en cuanto a tono civilizatorio. Los clásicos no tenían conciencia de sí mismos, pero dejaron intacta y evolucionada la conciencia de la humanidad acerca de su sitio en el mundo. Nada de lo que se derive podrá jamás ser baladí, ni caer en el saco del olvido.

 

En un mismo día se dieron varios decesos que marcan la inmortalidad de un fenómeno que trasciende cualquier circunstancia. En esa línea, es casi un hecho probado que los hombres han de beber de la fuente eterna de la gloria literaria. Allí están las imágenes de una utopía y de un ideal que nos competen. Somos la metáfora y hemos de llevarla a cabo en una terrenalidad gregaria y común, propia de los pasajes de Cervantes, neurótica como las escenas de Shakespeare.


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Mauricio Escuela Orozco

Periodista de profesión, escritor por instinto, defensor de la cultura por vocación


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