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sábado, 5 de octubre de 2024

Escribir a martillazos, cuando Lezama iba a la sombra de las columnas en flor

La escritura es un compromiso, pero no de esos que se adquieren en una tribuna o en un centro laboral y mucho menos en el ejército, sino que cuando alguien teclea unas líneas ya sabe que en eso le va la vida...

Mauricio Escuela Orozco en Exclusivo 08/01/2020
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Periodismo en Cuba
Quien escribe columnas es una especie de Indiana Jones .

El que mira un reloj de arena y ve la disolución de un imperio, así pudiéramos calificar a los escritores de columnas, esos que aparecen en los diarios tan a menudo que se nos asemejan a familiares, amigos y que hablan con un lenguaje a veces llano, otras inteligente, pero siempre dispar del periodismo ramplón de las noticias o el simple comentario de sucesos.

Mirar en lo mínimo, en el grano de arena, lo mayor, lo que trasciende, he allí el poder de la palabra, y hacerlo además con la capacidad de que ese hallazgo traspase los lugares donde reina cierto desdén hacia el asombro, esas sombras que se adueñan del resto de las páginas y que bajo la justificación de una realidad chata nos envuelven en su grisura.

Quien escribe columnas es una especie de Indiana Jones y rescata el viejo género del ensayo como obra en sí misma, con independencia del uso que luego se le dé. Una pieza que es una separata y que algún avezado recortará para que se le archive dentro del baúl del buen periodismo, el que narra lo inarrable. Para quienes leen, está claro que las columnas dicen mucho más de lo que quisiera el dueño del diario o la revista, y ahí están ejemplos como el de José Lezama Lima en el Diario de la Marina, cuando se le dio la posibilidad de que escribiera sobre La Habana, pero el autor se escapaba por algún ventanal para rebelarse, en uno de esos arranques que —según él mismo aseguró— le harían treparse en los tejados con una forifái en la mano. Nadie en su sano juicio hubiera obligado a Lezama a otro tipo de artículos, ya que, o se asumen así o se censuran y cuando un medio abre una columna ya sabe que se mueve en ese terreno pantanoso.

Escribir es un compromiso, pero no de esos que se adquieren en una tribuna o en un centro laboral y mucho menos en el ejército, sino que cuando alguien teclea unas líneas ya sabe que en eso le va la vida, que de ahí se desprenden muchas cosas, no en balde el ensayo es uno de los géneros menos vendidos en el plano de los best seller, a la vez que el más útil en términos de cultura y el que más libremente se mueve entre todos los demás formatos. Una columna, se sabe, asume en estos tiempos el papel de los ensayos iniciáticos, aquellos que solían ocuparse del rodar de unos carruajes, de las comidas, de la verdad como definición filosófica o del pelo del gato. No vamos a negar el valor de piezas como las de Theodor Adorno, enmarañado en su lenguaje a la par que imprescindible (en uno de sus volúmenes sobre Hegel llama, precisamente, oscuro al filósofo alemán sin que le tiemble la mano, a la vez que cae él mismo en ese defecto). Para cierto ensayo académico ya está vedado el universo salvaje de las columnas, pero sabemos que quienes comunican son los rostros de un poder real, y que incluso las mismas aulas se deben a esa sociedad civil y a ese Estado controlador que nos dicta normas.

No hay desdén más peligroso que el de la figura académica hacia las columnas, quizás por eso mismo Lezama, que no aspiraba al grado de pontífice, se inclinó por un medio tan generalista donde nunca dejó de ser él. Uno de esos pequeños ensayos versa por ejemplo sobre los carnavales en el parque central y el lector accede de tal forma a los pequeños bailes y orquesticas (así las llama él) que se improvisaban en esos días en torno al punto neurálgico del país. Uno no sabe por qué, pero se siente cierto frescor y una película en colores acude a nuestra mente, mientras se recorren las líneas de Lezama. A la vez, vienen la comprensión de lo que era la vida entonces, las ansias de felicidad, la sencillez de los anhelos del pueblo, y alguna opresión oculta que no llegamos a ver del todo. Para el autor de la columna estaba logrado el efecto mágico, que no es otra cosa que el traspaso de un universo. Nada sustituye este aprendizaje de las manos del maestro, porque, de hecho, las escuelas de periodismo no enseñan tal abecé, solo la vida, la que se adquiere flotando entre turbulencias, nos trae la posibilidad de tomarle el pulso a la realidad mediante los arpegios subjetivos de la columna.

Lezama, que nunca se subió al tejado con la pistola forifái, disparaba sus ráfagas de verbos desde las páginas de uno de esos periódicos que incluso los más pobres leían, y que se usaban para tapar el frío en esas villas de miseria por entonces tan extendidas. Uno imagina que —en el caso del ensayo sobre el nombramiento del nuevo presidente—, algún lector en desgracia leería las ocurrencias y críticas de dicha columna, antes de acostarse en medio de las carencias, quizás usando la propia página lezamiana como antorcha para calentarse. Prometeo hizo esta vez su tarea, sin que pagase ante los dioses un pecado justiciero, le llevó un poco de esperanza a un hombre que ya tenía poco o nada que perder. Y es que la columna se dirige a todos, habla en un lenguaje maravilloso, uno que se establece entre autor y público, una especie de pacto. No hay academias, sino triquiñuelas del lenguaje y el pensamiento, de manera que para un florido escribano como Lezama, el periodismo como ensayo era un medio más que expedito, casi podemos decir poético, tanto como su inolvidable imagen del mulo en el abismo.

Para salir de la oscuridad hay que compartir el color de los muertos, ya lo definió así el mito de Orfeo y el culto derivado que se sabe dio origen a la filosofía helénica. De manera que no existe un ensayo académico y otro columnista, todos los fuegos están presentes en el naufragio de la vida terrena que nos conduce a un hogar común, en el reino de la idea. Para los escritores de periódicos, la comunicación con los rostros cotidianos es un ejercicio peligroso y serio, de esos que no se dejan en manos de cualquiera. Quienes conversan a diario mediante las columnas suelen parecerse a los muertos que nos comparten su color.

Aparte del nombramiento presidencial, Lezama sabía que en sus entregas debía ofrecernos una Habana no exacta a su original, sino idealizada desde un punto más perfecto. En aquellas páginas, el Prometeo de Trocadero asumía su papel de periodista más allá de los devaneos de la prensa simple, para llevarnos un trozo del único mundo que importa, el más allá.

Quien escribe seguirá siendo el mismo que predice el derrumbe de un imperio, y la imagen de Nostradamus nos viene enseguida que pensamos en ello, la del intelectual que desea cambiar el mundo mediante el poder oculto de las ideas. Un anhelo que está transido de platonismo y que vemos igual en Novalis que en Herman Hesse, atraviesa todo el pensamiento y la creación y no renuncia al corazón de los lectores, aunque se trate de un lugar común de la escritura. Para Nietzsche, el mito era la verdad y la filosofía (la sophia), un alejamiento de dicho conocer, de manera que Sócrates se opone al motivo nietzscheano de la creación: el retorno al mundo de los dioses, a la idea, a un vitalismo que desconoce trabas, a un tiempo iniciático en que todo se servía en estado puro sin las corruptelas de un nihilismo mal asumido. Quien escribe no crea un mundo, sino el mundo, y más allá de ello, nos entrega un boleto de vuelta a lo que de veras importa. Por ello, cuando leemos los ensayos de las columnas lezamianas se tiene la sensación o de ver o de vivir, se camina junto al paso ahogado del autor por los alrededores del Castillo del Príncipe o debajo de las columnatas de la Plaza Vieja, se contempla una voluta de humo que flota de pronto mientras alguna imagen del eterno presente de los dioses se disuelve.

El hombre es su palabra, que es casi lo mismo que la idea aunque no exactamente. Cuando se dice que fulano escribe una columna en tal medio, la gente no accede al alma particular de un hombre, sino a un universo en el cual el que escribe solo funciona como puente. Indiana Jones descubre pasajes secretos de la idea, nos los muestra casi vírgenes, con la telaraña de otros tiempos. Nadie podría decirle a un ser que escribe con su alma que lo que hace no vale, ya que la palabra no cincela, sino que trae, es una invocación, tiene el poder de los chamanes. Y cada columna es como una consulta con los muertos que vienen a través del médium/autor. Vale que el que firma crea al menos en él mismo, ya que se hace responsable de una religión particular que atrapa al que lee, se genera así una resonancia, una tirada del mulo en el abismo, que va en su sereno paso y que su peso no siente, como si las prisiones del alma se disfrutasen.

De manera que nos queda el philos, el amor griego, sin que la sophia nos quite el sueño, nos vamos leyendo a Nietzsche y hallando los orígenes de la tragedia, donde queda desacreditada la moral esclava de quienes escriben para lectores que no existen, los que separan el ensayo de la columna y viven en un mundo de élites de humo. Hacer periodismo a martillazos, como lo hizo el émulo de Zaratustra, tal es la razón de los que escriben en periódicos generalistas, sin que el ejemplo de Lezama quede a un lado.

La escritura es la vida o se le parece mucho, casi más que la eternidad. Firmar una columna hace del autor un conducto, no podrá ya echarse para atrás y mañana decir que no fue él, que el compromiso era falso o que la pluma se movía sola sobre el papel. Como los que predecían las cosechas, sabe el autor que le va la vida en cada primavera, cuando los ojos del pueblo se sitúen en los surcos llenos de semillas por germinar. No solo se predicen imperios, sino nimiedades, aires que nos llevan por las calles habaneras, mientras imaginamos que en cualquier momento nuestra propia escritura puede obligarnos a asumir el poder de una forifái en medio de peores tiempos, una pistola que reemplace la pluma y que cumpla la misma labor. El legajo como llave de mundos, la columna como enigma, el mito de la esfinge que pregunta y mata, en realidad nada ha cambiado desde los tiempos griegos, volvemos a empezar.


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Mauricio Escuela Orozco

Periodista de profesión, escritor por instinto, defensor de la cultura por vocación


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