Este lunes, mi mamá llegó a sus “primeros” 80 años de vida. En una población envejecida como la nuestra ya no parece una proeza, pero cuando se mira a nivel de individuos, sí que lo es.
Cada junio vencido resultó para ella un reto mayor que el anterior, y mientras más veranos acumula, más duro le resulta ver partir a los seres que ama o renunciar a sus proyectos y responsabilidades, sus hobbies y sus preciados recuerdos.
También son mayores las razones para sentirme orgullosa de sus logros, y en especial de su eterna capacidad para aprehender lo nuevo y aplicarlo con inmediatez; algo que deja atónitos a muchos jóvenes, porque esta viejecita de apariencia inocente es un reactor nuclear de tenacidad, inteligencia, poder de adaptación e integridad.
En las cinco décadas de las que puedo dar fe, la doña mantuvo siempre a flor de piel su muchosidad, como diría Mirebel, aunque Jorge y yo preferiríamos usar “luchosidad” porque mi mambisa se recarga peleando ¡y luego dice frescamente que ella no grita, sólo habla con énfasis y reiteración!
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No hay forma de permanecer indiferente a esa manera tan suya y apasionada de proyectarse hacia el futuro y defender la vida en todas sus formas, siempre buscando alternativas a cualquier desafío y entregada a cualquier causa que considere justa, aunque los beneficiados le paguen con ingratitud.
Frágil de piel y fuerte de corazón, resulta ocioso reprocharle su insistencia en confiar en personas que no lo merecen. Es capaz de perdonar hasta las más grandes ofensas con tal de salirse con la suya porque no puede respirar si no se siente útil a los demás, y le pide perdón hasta a las hormigas y arañas cuando tiene que sacarlas del camino.
Claro que también insiste en acompañarme en mis locuras profesionales y domésticas. Al parecer, ese es su modo de “probar” que su desgaste no es vejez ni autosabotaje culinario: si quiero hacerla feliz sólo tengo que dejarla salirse con la suya y no hablarle de años, porque envejecer es una ilusión mental de la que siempre estará a salvo… o al menos eso cree.
Y si algo sale mal no es chochera, sino despiste, asegura con tremenda dignidad. Como cuando te pide que vayas a ver a una señora cuyo nombre empieza con T y llamó ayer para hablarme de no recuerda qué cosa, pero era muy importante, ¡y se supone que yo lo tengo que adivinar y correr para complacerla, o me atosiga con su lipidiosa urgencia!
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Pero es cierto: así es ella desde que tengo uso de razón, y cuando le sumas su tendencia a la indiscreción y su manía de hacer muchas cosas a la vez, no es de asombro que termine limpiándole las narices a una visitante o le pregunte a una amiga por la amante del marido al que ya perdonó.
Sí, ya sé: lo que se hereda no se hurta, y mucho de lo estoy contando de su espíritu rebelde está sembrado también en mi personalidad. Yo también soy peleona, ilusa, perdonadora y despistada. También abarco más de lo que aprieto y vivo fuera de la linealidad espacio-temporal, perdida en mis cascadas de sueños sin cumplir y multiversos contradictorios.
¿Qué me deparan mis 80 entonces? No hay modo de saber… Pero sí tengo certeza de que asumiré mi vejez sin resistencia, probablemente rodeada de personas longevas, “enfáticas” y muy ocurrentes; así que me toca acondicionar desde ahora el ecosistema hogareño para tan desafiante situación y no cerrar los ojos a lo dichosamente inevitable, ¿verdad?
En cuanto a Dávila, llega un momento en que no sabes si reírte o encomendar a Dios que la proteja en sus arranques de altruismo y creatividad, porque no importa cuánto se lo adviertas, le supliques o amenaces con vanas represalias: ella seguirá inspirando a la gente a costa de su propia salud, volverá a trepar techos para salvar perros o gatos en problemas (incluso ajenos) y comerá lo que se le antoje sin prudencia porque está decidida a ser eterna, y si debe morir será de cualquier cosa… menos de aburrimiento.
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