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sábado, 30 de noviembre de 2024

Escuela de princesas

¿Y si en la adolescencia supiéranos sentir, en lugar de temer lo que pasa en nuestros cuerpos?...

Mileyda Menéndez Dávila
en Exclusivo 17/02/2022
2 comentarios
Intimidades-16-febrero-2022
Por suerte las nuevas generaciones pueden crecer como Doras, no solo como princesas a merced del destino. (Jorge Sánchez Armas / Cubahora)

El 17 de febrero es una fecha especial para mí: siempre me pasan cosas interesantes ese día. A veces buenas y otras no tanto, pero todas me ayudan a crecer.

Y sí: después de los 50 también crecemos. Al menos en la dimensión emocional, que acumula tantas deudas desde la primera infancia, cuando la familia se esmera en mantener al crío limpio, sano, alimentado y vestido, pero obvia otras realidades más sutiles que también necesitan atención.

Un 17 de febrero recibí mi primer beso oficial. Fue en el sofá de la casa en un descuido de mi abuela, quien se adjudicó la misión de chaperonearme por más de un lustro cuando vio que mi mamá era demasiado “moderna”.

Yo tenía 12 años y mi novio 15: un patato cabezón de ojos azulísimos que cantaba en inglés. Ya imaginarán que fue un beso chapucero y espantadísimo, pero me supo a gloria. Tal vez por toda la adrenalina que despertó ese atrevimiento.

Luego vinieron muchos más, desde los de piquito hasta unos demoradísimos y suaves que décadas después supe que eran tántricos, pero aquel primero nunca podría olvidarlo.

Ni mi novio ni yo conocíamos nada de técnicas amatorias. Nos aventuramos a compartir placer por pura intuición. Como cuando descubrí el clítoris en la ducha un par de años atrás, gracias a lo cual supe lo que me esperaba la primera vez que sus deditos buscaron atajos hacia mi ropa interior.

La única claridad que teníamos (y respetábamos) era que todos los juegos debían ser en la periferia, sin vulnerar “aquello” que sólo mi mamá y alguna que otra médica había tocado. ¡Ni yo misma me lo había visto!, según mi abuela porque era sagrado.

¿Por qué no nos enseñaban esas maravillas en la escuela? Algo tan agradable y útil como el conocimiento del propio cuerpo, ¡bien que pudiera estar en el currículo! Gracias a Historia y Literatura sabíamos de famosos amantes, ya difuntos, pero de lo que experimentan los vivos ¡ni idea!

De Biología mejor no hablar: si tu profe dice que sexo implica embarazo, bichitos y picazón, ¿cómo entender después las sensaciones sabrosonas de respirar sobre una piel cuyo olor te embriaga o tocar con las yemas la palma de otra mano?

¿Quién y cuándo te preparan para erizarte con una voz, para vibrar si te acarician la nuca, para confiar en el calor de un abrazo, fluir con la energía que sube por tu columna y contar las estrellas que nacen de un orgasmo inocente en cualquier rincón supuestamente menos “sagrado” de tu cuerpo?

De todo eso hablaba con mi novio (en susurros) cuando mi abuela se sentaba en la banqueta del piano, con sus ojos a menos de cinco metros de nuestras piernas para garantizar que ambos las mantuviéramos cerradas.

A veces nos preguntábamos si ella también, de joven, habría tenido un atisbo de ese placer que intentaba negarnos. Y no entendíamos su desconfianza: con tanta superficie inexplorada a disposición de nuestros dedos y labios, ¿por qué creer que nos apuraba caer en el minúsculo abismo prohibido?

Para mi abuela yo tenía que ser una princesa, una dulce damisela (como lo fue mi madre), así que me enseñó bordado y tejido, e intentó que dominara mejor su guitarra que la caja de herramientas de mi papá (sin mucho éxito, lo siento).     

Su escuela de señoritas incluía usar faja y corpiño, hablar bajito y tener las uñas elegantes. En materia sexual se limitó a obligarme a usar blumitos todo el tiempo y cambiar a tiempo cierta pieza de algodón y gasa, imprescindible en esos días en que tocaba ser recatada, como las niñas “desarrolladas”.

 Las princesas no se lanzaban en tablas con “cajaebolas” por la loma de mi cuadra, decía. Ni se subían a la mata de mango. Ni se apretaban con el novio cuando ella iba a la cocina por merienda. Ni se colgaban de sus labios frente a la ventana.

Las princesas se casaban vírgenes, cuando ya eran hábiles en todo lo que requiere un hogar, aunque ignorantes en lo que concierne a la alcoba. Y claro: si el novio no respetaba ese precepto se casaban de apuro, antes de que creciera demasiado el supuesto sietemesino que traerían al mundo, sin entender muy bien cómo entró en ellas, para empezar.

 Por suerte mi mamá no me dejó casarme con 15 años para quitarme de arriba a la chaperona (un año antes que ella, que lo hizo por similar razón y para empezar a trabajar). Por suerte mi papá confió en mí para pasear con novios (y para usar sus herramientas, lo que me entusiasmaba mucho más). Y por suerte tuve más libros de Julio Verne que de Corín Tellado (lo cual explica que me gusten más las series de ciencia que los novelones en la actualidad).

Por suerte, las nuevas generaciones de niñas tienen a Dora la exploradora como referente, no solo a Barbie y las princesas sufridas. Y por suerte también la educación emocional y sexual ha ido ganando otros matices legales y culturales, porque no sé a dónde iríamos a parar las abuelas del 21 si tuviéramos que resucitar la hipócrita guanajería de siglos anteriores.    


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Mileyda Menéndez Dávila

Fiel defensora del sexo con sentido...

Se han publicado 2 comentarios


Muril66
 17/2/22 13:15

Jajajajajaja!!!!! Me recordaste mi propia adolescencia. Como me cuidaron novio por gusto. Jamás me casé Virgen, pero mi papá se lo creyó

Puntualita91
 17/2/22 13:04

!Mi madre!! Si a mí me hubieran cuidado novio mi abuela infarta, jjjj Pero sí me criaron como princesa, y bastante inútil para muchas cosas. Tenía más Barbies que libros, hasta que crecí y reclamé que me llevaran a la feria Internacional.

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