Más que programas políticos, las “regresiones de colores” tienen como guías, las reglas del espectáculo. Para su triunfo, más que sujetos consientes, se necesitan muchedumbres enardecidas, ávidas de nuevos credos; los que en la “puesta en escena” se improvisan. Se demandan más que políticos (comprometidos, estrategas y elocuentes oradores), habilidosos performers; líderes capaces de borrar toda experiencia histórica y construir una imagen de la realidad, artificial y carnavalesca, donde sus seguidores canalicen sus emociones más instintivas.
La multitud inmersa en el espectáculo sale del régimen del diálogo para entrar en el del contagio, en el de la imitación compulsiva. Basta que uno pocos se sepan el guion y que lo representen convincentemente. Hay que actuar y actuar, sin que quede muy claro de qué va la obra. Generar acciones extrovertidas y jubilosas, para entrenarlos en su rol: meros “instrumentos para producir ilusiones”; para vivir un eterno presente, el que dicta el guionista. “Parte de la población sometida a la hipnosis del espectáculo se aleja de las tradiciones y normas originarias de la racionalidad de las sociedad anterior y salta a la postmodernidad”, resume Kara-Murza. La ciudadanía devenida multitud, más propensa a imitar que a tener criterios propio, salta entusiasmada al escenario de la postverdad y de la manipulación.
Uno de los actos más mediáticos de la “Revolución de Terciopelo” de 1989 fue el de la muerte de un joven manifestante a la cuenta del “sangriento régimen dictatorial”. La imagen del “cuerpo sin vida” en la ambulancia recorrió decenas de televisoras occidentales. ¡Oh, qué horror! En la universidad todos se alarmaron, pero se descubrió que había dos estudiantes con el nombre y el apellido de la víctima. La noticia ya había surtido efectos cuando se aclaró que ninguno de los dos había estado en la manifestación y que el papel del muerto lo había escenificado un teniente de la KGB checa.
En 2011, durante la llamada “Primavera Árabe”, fue noticia que el “régimen de Asad” había asesinado y arrancado las cuerdas vocales de un cantante sirio famoso por las protestas en la ciudad de Hama. Según la narrativa occidental la letra, “un rabioso rosario de ataques a ritmo de tambor contra el presidente sirio llamándolo ´mentiroso´ y `burro´ fue escrita en los muros, sonaba en las radios de los minibuses y se compartía como tono de los teléfonos móviles”. El espectáculo demandaba el estatus de “sagrado” para el himno "Yalla Erhal, ya Bashar" (Vamos Bashar, hora de irse) y la muerte de su autor Ibrahim Qashush, "el ruiseñor de la revolución".
Cinco años después, la revista británica GQ reveló que el verdadero autor del himno era Abdul Rahman Farhood, que seguían vivo y residía en una ciudad europea. Rahman declaró a la revista que el responsable de los rumores y de la falsa noticia fue uno de los miembros de los Comités de Coordinación Local, que tampoco se tomó la molestia de desmentirla para "no tener problemas". El muerto no tenía nada que ver con las canciones y había sido asesinado por los propios grupos de oposición, porque sospecharon que era “informante del régimen”.
Las operatorias se reciclan; los más nuevos imitan a los actores precedentes, creyentes del guion de Gene Sharp. Para la “Revolución de las Rosas” en Georgia la organización juvenil Kmara (Basta) utilizó la ideología y métodos, e incluso los símbolos, de Otpor, el famoso grupo serbio. Pora en Ucrania; Kel-Kel en Kirguistán, el movimiento Defensa en Rusia, Zubr en Bielorús, Yok en Azerbaiyán, Bolga en Uzbekistán y Gajara en Kazajstán han importado y adoptado estas tecnologías políticas. Todos creyeron que por el oeste saldría el sol.
La música, una de las expresiones de la naturaleza humana, aporta sentidos artísticos y sociales particulares cuando se constituye en prácticas colectivas. Resulta un espacio de vínculo, es un espacio relacional necesario para la acción compartida. Ese “hacer” música con otros, compartir gustos por un determinado género o estrella musical, identificarse públicamente como sus fanáticos o seguidores, se constituye en un espacio de diálogo, un tiempo de escucha y de conformación colectiva.
El aficionado a un determinado estilo musical suele dotar de significado a los sonidos que escucha, en función de las expectativas que la música le ha causado. Seguir cierto género, lo condiciona a la hora de recibir otros tipos de música porque tenderá a juzgar la novedad en función de los marcos de referencia que tiene creados como consecuencia de sus gustos y motivaciones, condicionadas por su estatus social, económico y político. Hasta en esos niveles, se libran las luchas de clases.
Cada acto musical genera procesos de significación. Y estos significados no se encuentran sólo en el texto, es decir, en la obra musical, sino en su puesta en escena, en el performance. Los acostumbrados a escuchar música en otro idioma que apenas entienden, asombrados por timbre tecnológicos, sonidos guturales, extravagantes vestimentas y exóticos comportamientos en los escenarios, terminan sobrevalorando ciertos signos, y subvalorando las palabras y los discursos. Tampoco es lo mismo compartir música “oficial” que música “prohibida”.
Además de ser un tiempo de expresarse, de interactuar y comunicarse con los de la comunidad primigenia, el “musicar” cierto género puede constituirse en un tiempo para entrar en relación con el entorno, con el “afuera”. En un tiempo para “ex - ponerse”, ponerse “fuera” de lo tradicional y estar con “otros”. El (des)encuentro con esa música “extraña”, es también el (des)encuentro con el tejido cultural donde se produjo. Este “choque” provoca un reconocerse, un valorarse respecto a ese otro marco de significación.
Al chocar con esos canales de signos de la cultura occidental, una parte de la sociedad civil del campo socialista se sintió inferior, fuera del mundo. Y creyó que el rock los adelantaba, a una “primavera social” de Coca Cola, MacDonal´s y Pizza Hut. Entonces repitieron, a coro, aquella cancioncita de 1955 del polímata Boris Vian: "Je suis un snob... je suis un snob... je m`appelle Patrick mais on me dit Bob."
Como lo definió Proust, metafóricamente pero con la sabiduría de un sociólogo, el esnob es “[Quelqu’un] dans l’imagination [duquel] fleurit tout un printemps social”. Porque eso hace el esnob, inventarse una mirada diagonal y una creencia; imaginar un lugar superior al “aquí y ahora”, donde florezca su distinción, su diferenciarse del clan que desprecia. Desprovisto de razón, sólo confía en la ceguera que lo guía, cual lazarillo. Es esclavo de ese credo que se cree convicción; se entrega apasionadamente a la novedad y a la apariencia.
Para rehuir de ese grupo “inferior”, “rezagado”, “aburrido”, el esnob busca un refugio en otro lugar, en otro tiempo o en otro cuerpo falso, aparente; en la extravagancia, en el artificio. Mientras lo distinga del vulgo, de la comunidad de origen, que desprecia. No importa cuanto tenga que fingir, cuánta simulación y disfraz tenga que asumir; cuánta jerga extranjera se tenga que aprender.
Por esa aspiración de saltar a ese otro grupo que considera superior, por aparentar el prestigio de ese mismo grupo, se convierte en un gran imitador. Para el esnob portar determinados atributos, ostentar determinados productos o estar en ambientes específicos equivale a “formar parte” del club de los elegidos, el de los nobles por la sangre y el espíritu. Teme ser como la mayoría y quedarse atrás. Lo aterra el riesgo de “quedar fuera” de lo más selecto y distinguido. Sobre todo, quedar fuera de lo que es central, de donde se dictan las pautas en el vestir, en el consumir y en el lucir, dígase Europa occidental y los EE.UU. Necesita del cosmopolitismo como del oxígeno.
Autorepresentarse como hippies en Checoslovaquia o Yugoslavia era salirse de la cultura oficial, promovida por las instituciones; saltar hasta el preciado “in”, “dentro” de otra cultura que creían superior; dejar la “oficial” donde lo “obligaban” a permanecer. A la vez, era montarse en la ola de moda, el último grito de la música, los géneros que defienden los “famosos”, los “exitosos” de las revistas y los spots.
Como planteara Goebbels, en una dimensión ideológica: “Las opiniones existentes en un auditorio pueden redireccionarse hacia nuevos objetivos mediantes palabras que se asocian con criterios existentes. Lo mismo sucede con otros signos, mediante la canalización o sustitución de una estructura de signos, de un estereotipo, “ya listo” o asentado en el imaginario, por otro que se pretende normalizar. La tarea del propagandista, escribió H. Lasswell, “habitualmente consiste en favorecer en lugar de fabricar”.
Bastaba inundar el éter de música occidental y cercarlos con MTV , para canalizar el esnobismo ya identificado en una parte de los ciudadanos de Europa del Este. Lo que había, probado por años con el marketing comercial, lo extendieron a la confrontación geopolítica, a la Guerra Fría (Cultural).
Bastaba convidarlos, como enseñan en “Mixed Emotions” los Rolling Stones: “Life is a party/ Let's get out and strut, yes”; Let's go out dancing/ Let's rock 'n' roll yeah; “You're not the only one/ With mixed emotions/ You're not the only ship/ Adrift on this ocean” (No eres el único/ Con emociones encontradas/ No eres el único barco/ A la deriva en este océano).
El goteo de los signos occidentales erosionó lenta, pero firmemente, aquel sistema. La música resultó una poderosa herramienta de seducción y para canalizar significaciones asociadas, culturales e ideo-políticas. Una gran parte de las generaciones más jóvenes, de los que había nacido después de la guerra, no se sintieron identificados con los valores que se les transmitían desde las instituciones. Les resultaron más atractivas las propuestas mercantilizadas desde el otro lado de “La cortina de acero”. Tenían los productos, el contenido, pero no la apariencia, ni la vitrina.
El rock, como producto social, portaba ciertos significados del ambiente donde se cuajó y se enlató, incluido el espíritu de rebeldía. “Musicar” lo extranjero y lo prohibido fue como el pasto, irrigado por esas “dos aguas” del esnobismo referidas por Rouvillois: el esnobismo “mundano” y el “intelectual o de la moda”. Allí engordó la muchedumbre que hizo falta después, como actores de la regresión al capitalismo.
En el póster del espectáculo, una metáfora que fue el eslogan del primer concierto de los Rolling Stones en Praga, en 1990: Tanks are rolling out, the Stones are rolling in.
El “poder suave” de occidente había vencido.
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