Finalmente, pude ver Encanto, la producción 60 de la factoría Disney. Disfruté el animado junto a mis niñas, por razones similares, y también distintas. Primariamente, por su visualidad y por su música, con personajes más cercanos a ellas mismas, fuera del palacio medieval y más al sur, más nuestroamericanos y mestizos, más bordados artesanales y menos joyas, más texturas y menos brillos.
En mi caso, me acompañó la suspicacia de que estaba frente a un filme estadounidense aunque cuente la historia de una familia indígena zenú. Frente a otra jugada multicultural y de sus más sutiles modos de encantar. Otra apropiación, contextualizada al sur del Rio Grande por el azar concurrente o las motivaciones de dos de sus más exitosos creativos, pero dentro de los límites impuestos por los intereses corporativos y , en últimas instancias, imperiales. Producida por Disney, uno de los más poderosos instrumentos de la masificación del cine. Una propuesta que combina dos de las tres vertientes más representativas del cine hollywoodense para la colonización y de suplantación cultural, es un producto Disney y un musical.
Aunque confieso que con este animado recreado en eje cafetalero de Colombia me pasó como con Vivo de Netflix, contextualizado en su primera parte en La Habana. Esperaba una factura más descarnadamente neocolonial y estereotipada. Los dos emporios del entretenimiento se han sabido acompañar de realizadores capaces de apropiarse o de representar mejor otras culturas. En ambos casos, por un estadounidense de origen latino, que sabe, con innegable pericia, masificar los sonidos locales sin que se le vea las costuras.
Me refiero al actor y dramaturgo, de ascendencia portorriqueña, Lin-Manuel Miranda; uno de los mayores referentes de Broadway y una figura clave para articular esa nueva identidad de Disney, más sofisticada y globalizadora.
Miranda, ha vuelto a poner en evidencia su experticia técnica. Sabe muy bien adaptar y compaginar los códigos, uno tan globalizado como el hip hop para aderezar géneros y estilos poderosamente idiosincráticos, como hizo con la salsa en In the Heights, la rumba y bolero en Vivo, o con la cumbia en Encanto. En este caso, colaboró con exponentes colombianos como Carlos Vives o Sebastián Yatra. Nos propone nuevas letras, sobre las mismas ruedas que se han probado funcionales, para enganchar.
Con Encanto, nos devuelven un toque de “realismo mágico”, pero en la misma senda de asimilación de lo “latino” que se inicia con visión colonizadora de Los tres caballeros, realizada por la década del 40 del pasado siglo por el fundador del emporio.
Aquella fue una mirada occidentalista y superficial, registro de lo exótico y de los estereotipos de Brasil y México. Una “asimilación de la otredad manteniéndola como ‘otra’, en tanto a ese pato Donald que viaja y descubre”. El filme de 1944, en efecto, giraba en torno a Donald recibiendo regalos de “sus amigos de Latinoamérica” y viajando cual turista junto al brasileño José Carioca y el mexicano Panchito Pistoles a localizaciones icónicas. “No es que la animación de lo regional se meta en el espacio del pato Donald, sino que él se mete en el espacio regional, fascinándose y siendo seducido por sus mujeres”, ha apuntado Samuel Lagunas, crítico mexicano especializado en animación.
A Lagunas - como a mí- le gusta pensar en Disney como “el brazo cultural de la política estadounidense, y viéndolo así podemos entender cómo se ha transformado su relación con Latinoamérica. También cómo ha cambiado su representación en el cine”. Una relación entre “eligidos” y “salvajes”, criticada en el libro Para leer al pato Donald, publicado en Chile en 1972 y que firmaron Ariel Dorfman y Armand Mattelart.
Sobre algunas metáforas de Cien años de soledad, la propuesta dirigida por Byron Howard y Jared Bush (Zootrópolis), en asociación con la cubanoamericana Charise Castro-Smith, sustituye la historia familiar de los Buendía, en Macondo, por la de los Madrigal, en Encanto. La maldición que condenaba a cada Buendía a la soledad deviene ahora en la posesión de un don por parte de cada uno de los Madrigal, todos menos Maribel.
Esta mirada hacia lo “latino”, como el precedente más cercano de Coco, película de Pixar (y de Disney) lanzada en 2017, se estructura en un contexto de globalización y después de que una creciente migración latinoamericana hacia EEUU. que ha elevado su peso entre los consumidores dentro del propio Imperio. Otra escalada de la ya mencionada “jugada” multicultural de estos imperios culturales, convertidos en “domesticadores de la diversidad social” y “maquinarias de asepsia cultural”, al decir del crítico mexicano quien nos advierte que la “multiculturalidad no es una inclusión real de la otredad: es una inclusión de aquello que le conviene mantener a la cultura dominante estadounidense”.
Disney ha sacado experiencia de sus anteriores “blanqueamientos”, intentando representar etnias y manifestaciones autóctonas. No se aventuró a apropiaciones tan burdas como las que hiciera con el Rey León o a “batidos” étnicos y folclóricos como con Moana o Elena de Avalo.
En su pretensión de contar historias auténticas, Disney ha decido dejarse asesorar, para representar personas de otras culturas, se hace acompañar con ellas. Así, fundaron la plataforma "Stories Matter", en la que la compañía no solo habla sobre el nuevo enfoque de la realización cinematográfica, sino también sobre viejos errores.
Para producir "Frozen II", Disney firmó un acuerdo con representantes de la población sami, cuya cultura sirvió de base para ambas películas. Con Encanto, para crear una mejor representación del pueblo zenú, los creadores trabajaron en estrecha colaboración con artistas y artesanos zenúes.
Un paso de avance, que indudablemente mejora el embalaje de la apropiación cultural, bajo el que se esconden sus intereses mercantiles. Y lo peor bajo el que se nos vende la narrativa que más les conviene, manipulada, diluida y libre de culpa.
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