domingo, 22 de septiembre de 2024

Ipevecianos (+Fotos)

El IPVCE es una huella del mundo que muchos desearon para sus hijos y nietos y al cual no deberíamos renunciar, por muy duras que sean las circunstancias…

Mauricio Escuela Orozco en Exclusivo 09/07/2023
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IPVCE Ernesto Guevara de Santa Clara
A pesar del dolor, mi pecho sigue lleno de la esperanza que vi en los ojos de esos muchachos de la generación 49 que cursan el décimo grado. (Mauricio Escuela Orozco / Cubahora)

Al lugar que fuiste feliz no has de regresar, reza un viejo adagio. Pero uno siente siempre la necesidad del retorno, el recuento que sopesa lo que fuimos y lo que soñábamos entonces. Este verano tuve la curiosidad de darme una vuelta por mis años adolescentes, aquellos en los cuales cursaba el preuniversitario en el IPVCE Ernesto Guevara de Santa Clara. Estas escuelas, también conocidas como vocacionales, fueron constituidas como parte de un programa nacional para el fomento del estudio de las ciencias exactas. Más allá de los logros inmensos tanto en materia académica como cultural, se transformaron en centros de una alta exigencia, que formaron a futuros profesionales competentes. Aunque suene un poco inmodesto, los IPVCE eran los planteles élite de la educación cubana. Pero el tiempo les ha ido pasando factura y merecen otra mirada, no solo desde lo logístico, sino lo histórico, lo patrimonial. La memoria de generaciones enteras va de la mano de los profesores que lo dieron todo, yace en esos muros que necesitan una labor restauradora para volver a su pasión originaria. 

El IPVCE, como cualquier preuniversitario del país, estaba en pruebas finales. La escuela medio vacía nos daba la bienvenida a mi novia a mí. Ella se graduó en el curso del 2008, yo estuve entre los años 2003 y 2006. Mucho ha llovido y las cosas parecían ser las mismas, pero con enormes diferencias. Los sueños de aquel tiempo fueron retados por la realidad y puestos a prueba. Hubo aspiraciones que demostraron ser meras ilusiones, otras esperan por ser cumplidas. La vida ha sopesado todo lo que era superfluo y lo ha desaparecido, en cambio ha impuesto su pragmatismo a veces doloroso que acorta cierto aliento romántico. A primera vista, el IPVCE de Villa Clara es como cualquier otro, pero si se habla de los muchos concursos internacionales y del tamaño de la propia sede (gigantesca, a un lado de la ciudad de Santa Clara), hay que ver un valor patrimonial, histórico, vivencial, que no se puede colocar bajo soslayo. Mirar sus edificios hechos a partir de paneles prefabricados constituye un viaje al pasado de un país que invirtió millones de pesos en el confort y en el futuro de generaciones de estudiantes. Es una filosofía hermosa, que habla mucho acerca de la lucidez de un sistema educacional. También, desconsoladamente, su decadencia material indica la carencia de recursos circunstanciales para sostener dicho proyecto. 

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Lo primero fue visitar los edificios docentes, que se hallan en la explanada principal. La mezcla de emociones fue intensa, dura, inolvidable. Desde esos balcones nos miran los fantasmas de las tantas noches de estudio, de las mañanas de exámenes, de las risas y las bromas, las preocupaciones y los aciertos. Allí ha quedado todo, como detenido en un gesto caprichoso que se niega a morir. En el quinto piso de lo que fuera la unidad 2 (donde estudié) se ubican las aulas de los grupos 5 y 6, que éramos como hermanos. Nada de lo que aconteciera en nuestras vidas se pasaba por alto, desde una tragedia hasta un cumpleaños o un noviazgo. Parado en medio de dicho local, imaginé de nuevo la carcajada de mis amigos, la clase del profesor, las mesas ordenadas y las paredes llenas de murales. Volví a los domingos en la tarde, cuando veíamos juntos las películas de la televisión o los juegos de pelota de la serie nacional. También, a pocos pasos, la escalera donde nos sentábamos a conversar, allí tuvimos nuestros primeros amores. Todo pasa de prisa, como una película, como una vida que se fuese a terminar y hace el recuento. A mis 35 años, siento que la edad ha marcado para siempre un punto de no retorno con aquel muchacho que fui, tímido, lleno de ilusiones y de imágenes hermosas.

A poca distancia, en una de las aulas deterioradas de ese quinto piso, unas muchachas me cuentan de su vida en la escuela y, aunque reconocen que sigue siendo excepcionalmente aleccionadora y útil como experiencia; dicen que las condiciones materiales han dificultado mucho de lo que antes era normal en estos planteles. El IPVCE nos llama a una mirada diferente, más consciente y sensible, más al tanto de los inmensos valores que posee. Eso mismo me dice un antiguo profesor, cuya cara reconozco en uno de los pasillos. Él, que también me recordaba, narró acerca de los mejores años del centro y de lo mucho que desea que se rescate del deterioro. Vi en el hombre una muestra del heroísmo y el empecinamiento del cubano, que sigue sus sueños sin importar cuán duro sea el empeño. Pero hasta la tarea más hermosa genera fatiga. Me contó sobre otros profesores, quienes ya con achaques de la salud persisten en trabajar en la misma escuela. Me sorprendí de que eso pasara y los imaginé en las aulas, junto a alumnos nuevos, en su labor docente a pesar de tantas cuestiones materiales que nos aquejan. Hay luminosidades que duelen, que queman la piel y que son como marcas inmensas. 

Al pasar por delante de uno de los privados, recordé a mi profesora de Física Normita. Hace unos años falleció y dejó una estela de científicos, de investigadores, de buenos hombres y mujeres como mejor legado de su trabajo. Más allá de eso, para mí ella era como una madre, con su timbre dulce de voz y con su disposición para las clases y los repasos.  Fue un buen ejemplo de educadora firme, inflexible y exigente, que descansa en el recuerdo cariñoso incluso de aquellos alumnos que reprobaron su asignatura. También sentí un poco de tristeza por una mujer que luchara tanto, en condiciones adversas. Su imagen se agranda delante de mí y posee la magia de los personajes más ilustres. Sin dudas, no pudiera entrar al privado de Física sin derramar unas lágrimas por Normita. Pero mi viaje hacia el pasado tenia esos riegos. Se trataba de una caminata entre el dolor y la alegría, entre lo que fuimos y lo que somos. Esas dicotomías resultan atractivas, pero encierran certezas que chocan y para las cuales no siempre estamos preparados. 

El mural con la imagen del Che, esa icónica maravilla arquitectónica, custodiaba nuestro periplo hacia las unidades 6 y 7, donde yo iba a estudiar por las tardes. Allí, en la tranquilidad y la sombra de un comedor escolar vacío, supe de derivadas, de física newtoniana, de las leyes de Mendel, de las funciones vegetativas. Todo eso junto a mis sueños, a las fantasías de la edad que eran como la banda sonora que nos acompañaba. El desconcierto nos dio en la cara, cuando visiblemente gran parte de ese mundo ha desaparecido y la maleza ha entrado para invadirlo todo. Aplaudible es el esfuerzo de las autoridades que en medio de la dura situación han otorgado esos espacios para viviendas, pero habría que atender además que se trata de la historia de este país. Y en materia de memoria aquellos logros, esos años, fueron gloriosos. Uno aprende del ayer, se nutre de sus mejores experiencias y construye la esperanza a partir de ello. 

El retorno al pasado fue también un viaje a través de las sombras y de las indagaciones. No solo se hizo un traslado físico, sino que nuestro ser interior nos indicaba cada gesto. La metafísica del tiempo posee la elocuencia de los sueños y de las ilusiones perdidas. La lucidez, en cambio, no para de decirnos acerca de la necesidad de que se tomen mejores decisiones en torno a los entornos patrimoniales. El IPVCE es una huella del mundo que muchos desearon para sus hijos y nietos y al cual no deberíamos renunciar, por muy duras que sean las circunstancias. Quizás por eso nuestros profesores persisten en trabajar, porque con su vida han dado la mejor lección posible.

Bajo el cielo gris de una tarde lluviosa, le pusimos fin a nuestro viaje en el tiempo. El presente nos esperaba, con todas sus exigencias cotidianas.

A pesar del dolor, mi pecho sigue lleno de la esperanza que vi en los ojos de esos muchachos de la generación 49 que cursan el décimo grado. Yo, que pertenezco a la 30, me siento parte de ellos. Un sentimiento nos une: el de ser, como decimos siempre con sonrisa pícara, los eternos ipevecianos. Al lugar de la felicidad no debe volverse, dice el refrán, pero yo prefiero otra sabiduría mucho más secreta e íntima. Gracias a eso tuve el valor de regresar veinte años después y no me arrepiento de nada, ni de mis sueños no realizados, ni de las durezas vividas. Y pienso que, de volver atrás, tomaría exactamente las mismas decisiones.

 


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Mauricio Escuela Orozco

Periodista de profesión, escritor por instinto, defensor de la cultura por vocación


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