“No soy un discapacitado, soy una persona con una discapacidad que no le impide vivir”.
Así me dice siempre mi tío, y con el tiempo he comprendido por qué se empeña tanto en establecer la diferencia. Su distrofia muscular progresiva fue detectada con apenas dos años y desde entonces mi abuela vivió con la espada de Damocles encima, ante la certeza de los médicos de que quedaría inválido con siete años y moriría un quinquenio después.
Sin embargo, mi tío fue un niño que jugó, corrió, hizo maldades y se ganó regaños de maestros y vecinos, a pesar de que caminaba en puntas de pie y de vez en cuando se caía. Estudió como los demás, bailó, nadó y recorrió el país. Apostó por la geología, aunque después le explicaron que, por sus limitaciones físicas, debía trabajar en una oficina y no escudriñando cuevas.
No se rindió, y mientras su cuerpo perdía fuerza y capacidades de abajo hacia arriba paulatinamente, trabajó en un taller de zapatos y una fábrica de fósforos, en la emisora Radio Reloj, en una cafetería, en un almacén de autos y, por último, en la Empresa de Comunales Aurora.
Lo importante es no quedarse achantado, me asegura. “No importa si coses la suela de un zapato o barres una calle o custodias un lugar o eres mensajero de una bodega. Lo que no puede pasar es que no te sientas útil y feliz contigo mismo”.
Hace unos años mi tío no puede pararse de la cama, sentarse en una butaca o sencillamente andar como lo hago yo. Ha perdido movilidad en sus piernas y a gatas recorre la casa y se vale por sí mismo. No deja de leer, de escribir, de confeccionar postales, de ver televisión, de mantenerse al tanto de todo y no abandona la idea de rehabilitarse con los ejercicios de la fisiatra o con algún aparato específico.
“Estoy convencido de que con lo que me falta, siempre podré vivir”.
Hoy, a propósito del Día Internacional de las Personas con Discapacidad, declarado por las Naciones Unidas en 1992, pienso en él. No en los obstáculos que ha debido vencer, sino en los sinsabores de la familia que lo ha acompañado siempre.
Los mil millones de personas que viven con algún tipo de discapacidad en el mundo aprenden con el tiempo a conocer sus límites y a desenvolverse en la sociedad. Demandan cariño, comprensión y apoyo, pero protegen su corazón con una fuerte coraza para saber lidiar con las asperezas de la cotidianidad, esas que pueden escaparse de la boca de un inocente niño que se burla o de la mirada de un hombre o mujer que vuelve la mirada hacia otro lado y no tiende la mano.
Sin embargo, la familia sufre. Al principio sobreprotege demasiado, luego otorga libertades y calla cuando alguna mofa o rechazo lacera a su familiar. Al mismo tiempo es la primera que ríe y se alegra de los logros que se alcanzan y de saber que los más grandes obstáculos pueden sortearse.
¿Paciencia? Hay que tener mucha, porque no siempre se tiene el mejor carácter y en ocasiones las dosis de voluntad escasean. Pero es que si la persona tiene una discapacidad y debe aprender a vivir con ella, los seres queridos también deben aprender a no sujetar las riendas y soltarlas.
La Convención sobre los derechos de las personas con discapacidad establece que merecen no ser objeto de discriminación, ser respetadas y reconocidas desde la participación y la inclusión, brindarles igualdad de oportunidades y desde la niñez, garantizarles la posibilidad de crecerse.
Más allá de documentos, hace falta palpar la realidad. En nuestra sociedad sobran los buenos ejemplos y se eliminan barreras poco a poco. Las arquitectónicas, las comunicacionales, las laborales, pero todavía faltan otras. Quedan las miradas imprudentes, los comentarios inoportunos, los brazos negados para apoyarse. Vale la pena preguntarse, ¿cómo reaccionamos ante una persona con discapacidad?
En unos años seremos un planeta envejecido, y la discapacidad que se adquiere con los años será la que prevalezca. Por eso hay que estar preparados e impulsar el deseo de tener un mundo inclusivo en el que todos podamos vivir con dignidad.
Como yo, mi tío se lo merece.
Betiña
4/12/13 16:26
Muy lindo e interesante.
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