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sábado, 5 de octubre de 2024

El teatro somos nosotros, los actores viven

El drama es la fábrica de solitarios que van a lo oscuro a llenarse de sentidos...

Mauricio Escuela Orozco en Exclusivo 06/11/2019
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Teatro cubano
Ya sea en época de festivales o en ese tiempo nunca muerto de siempre, los cubanos solemos hallar en las tablas los remedos a un edificio nacional

La escena puede ser cualquier geografía, pero siempre al salir a la calle encontramos a La Habana, que dialoga con esas sombras adquiridas durante la presentación teatral. Vienen el silencio, las risas y los ritmos concienzudos de los espectadores ante el lenguaje que se apaga y resurge en cada función. Se asoma la tormenta artificial que nos dice mucho de las tempestades reales de este mundo. Son esas tardes o noches, ratos siempre dichosos, que pasamos en las salas de teatro, a las que acudimos a veces como criaturas que huyen y otras como seres que vagan en una ciudad reflexiva en extremo, autorreferencial, como todo mito.

Ya sea en época de festivales o en ese tiempo nunca muerto de siempre, los cubanos solemos hallar en las tablas los remedos a un edificio nacional, quizás porque en verdad el sol nos convierte en seres de sombras, que añoramos el leve reflector, la luz cenital que dibuja otras realidades, el tahúr del arte que nos burla para enseñarnos un mejor camino al cotidiano. He estado muchas noches junto a amigos, novias o solo en esas butacas de las salas Trianón, Revuelta o Llauradó, aunque no hago alarde de conocer el teatro a fondo, de hecho es el género que jamás me atrevería a escribir, por parecerme muy cercano a la vida y casi mejor que la existencia (ello en cuestiones de escritura suele complicar el trabajo). Recién vi en una película de Lars Von Trier, Manderlay, el uso genial de las burlas del teatro, esas que lo tornan subversivo, tentador para cualquier artista, una pura dinamita de las lecturas y los cuestionamientos. El film me recuerda que yo mismo imaginé que un poco de arena sobre el cartón del escenario era un desierto, incluso llegué a estrujarme un ojo, pues algún grano me molestaba entre el viento y la luz.

Esa es la magia, que como palabra común no acapara las caras del éxito del teatro como juego de abalorios, donde los que vamos nos movemos en un universo que pervierte cualquier acartonamiento, todo pacto irrompible con una verdad asumida (todo engaño). Las tablas no mienten y menos aún en Cuba, ya que mientras otros callan en el cine, la prensa o la televisión (y hasta en la literatura), los actores pasean, convierten un prejuicio en un muñeco de paja, son las voces que pasan en las calles medievales con aquellos dichos que nos traen la risa y el llanto, pero que causan reflexión, dolor, silencios. Todo drama deberá antes transformarse en nuestro drama, como ocurre con la farsa (nada más dramático). Las luces se apagan y sabemos entonces que los actores somos nosotros, que la verdad estará en el escenario y que esta vida, la de los poderes, ambiciones y festejos frustrados no solo se vive sino que se muere.

En Manderlay, Lars Von Trier nos narra una historia de esclavos y plantaciones del sur norteamericano en pleno siglo XX, pues en una granja los dueños decidieron obviar las leyes federales del fin de la esclavitud y siguieron como si nada, hasta setenta años después. El film se hizo en un escenario de teatro, sin locaciones “reales”, pero uno siente el drama. La llegada de una chica moderna y bella, revolucionaria, cambia ese panorama, ya que son develadas poco a poco las leyes injustas que la dueña de la granja había escondido debajo del colchón de su cama y que clasificaban a los negros en 17 tipos denigratorios. El viejo orden es inhumano, pero funciona, en cambio la democracia de votaciones recién impuesta comienza a dar problemas y los ex esclavos piden por voluntad propia el retorno de las leyes explotadoras, a la vez que le imponen a la chica el puesto de dueña, ella se opone y termina huyendo de una turba que la persigue con antorchas. Mientras que el formato de la trama es fílmico, su ejecución es teatral, nada hay que nos distraiga del juego de la imaginación,  la vida se centra en un transcurrir que va de un personaje a otro, mediante el diálogo (que es lo mismo que el pensamiento).

Sin dudas Lars Von Trier, que ama la verdad más que nada al punto de firmar un manifiesto sobre la necesidad de que se abandone todo filtro en las cámaras, ve en el teatro la misma superioridad que los cubanos tenemos en nuestras salas: lo tangible, la figura más que real, lo puro del arte que suele competir y ganarle a la vida. Esa conmoción más vale la pena que exista, ya sea en La Habana o Santa Clara, el mundo no puede vivir sin escenarios, porque de hecho él mismo lo es. Nadie vive, sino que actúa y ve en los modelos del teatro a los arquetipos perfectos de su existencia y de ahí la ocurrencia clásica de la catarsis.

En los momentos que he pasado en la sombra de alguna función, he sido yo y otro, viviendo esta y muchas épocas, pues la imaginación y la inteligencia se dan la mano en un medio que no complace a lo banal, sino que se rebela siempre, como si fuese un meteorito de arte en medio del altiplano de la industria cultural y los silencios. Hay necesidad de más festivales de teatro, ya sea en La Habana  o en todo el país, pues Cuba requiere mucho de esas comedias quizás no tan divinas aunque sí sanadoras, que restañan no solo la programación de alguna urbe, sino la soledad que sentimos no bien se apagan las luces y notamos que sin ellas el mundo asume su realidad: todo crudeza o risa, todo dolor o regocijo, los extremos. Los actores son mis héroes, ya que ellos no quieren ser la damita de la telenovela, sino Lady Macbeth, obvian un mercado inauténtico y se adentran en los vericuetos de la universalidad humana, esa que nadie quiere pagar, pero que tampoco pueden apagar. Directores y dramaturgos, por su lado, intentan la doble tarea del parto y la conciliación, casi como bombarderos que saben cuándo despegan pero no si vuelven o aterrizan en el tiroteo entre arte y vida.

Necesitamos una Habana trágica y cómica, enmascarada, soberbia y burlona, que nos devuelva el orgullo de pueblo culto de los tiempos, cuando un teatro era punto concebible y culminante de toda urbe que se respetara. El drama es la fábrica de solitarios que van a lo oscuro a llenarse de sentidos, gente como yo, o como casi todos, que no pueden estarse sin la reflexión, sin que otra voz muy parecida a la suya le diga que hay en la escena cosas más reales que el canto de cisne de una sociedad contradictoria.

En Manderlay, se respeta incluso la existencia de una escena obligatoria, curioso punto a favor de  Lars Von Trier, quien quiere la verdad, pero no se atreve a decirnos (como esos diletantes del posmodernismo) que esta es la carencia de relatos. Observación aparte: las obras de Samuel Becket, hechas al calor de la guerra a las formas tradicionales, apuntan hacia un acabamiento en sí mismas, como todo lo genial, y están como tal vedadas de imitaciones. En Manderlay, hallamos la vida, que es lo que buscamos, más allá de deconstrucciones del sujeto narrativo, juegos con el discurso contra hegemónico, relatos caleidoscópicos, rutas ajenas entre sí o vasos comunicantes de un finísimo hilo. Y la vida surge con naturalidad, para aquellos que se interesan por ella, aunque no ofrece explicaciones que se agoten en sí mismas.

El teatro somos nosotros, los actores viven. Y esa dolorosa afirmación la hace todo el que entienda de veras lo que ocurre en las sombras, ese trance que nos convierte en metáforas y que debemos padecer siempre que salimos de las salas a la calle. Nosotros los que vemos y no actuamos, quedamos en el personaje de tontos, que quizás vayamos a resarcir como críticos en alguna publicación, sin que eso resuelva el drama que queda en el aire.

Somos personajes, los actores son personas. Usamos las máscaras de la vida y solo podemos quitarnos el castigo en la levedad del silencio, en esas sombras que se adueñan del momento, así cobramos sentidos a veces a medias, pero vale el esfuerzo, ya que de lo contrario terminamos en el leve flotar de los seres por la calle.

La Habana tiene que ser trágica y cómica, porque Cuba lo es, no podemos escapar a una condición humana que nos viene como abolengo, no hay manera de que el silencio se explique mejor que con el llanto o la risa de un actor.


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Mauricio Escuela Orozco

Periodista de profesión, escritor por instinto, defensor de la cultura por vocación


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