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viernes, 4 de octubre de 2024

El poder de la sobrevida

A los 105 años murió este domingo la madre de los Hermanos Saíz. La heroína, la mujer, la amante de la existencia...

Mayra García Cardentey en Exclusivo 18/04/2016
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Recuerdo como si fuera hoy la primera vez que vi a Esther Montes de Oca casi diez años atrás. Sentada en el portal de su casa, la número 41 en la céntrica calle Martí de San Juan Martínez, saludaba a todos, palmeaba de lejos la mano a quien le ofrecía los buenos días. Es muy posible que ya no reconociera rostros; había pasado mucho tiempo.

Recuerdo también que mi primera reacción era adivinarle en la mirada, cómo le hacía para sobrevivir la muerte de sus hijos, el fallecimiento de su esposo, la soledad aparente de una vida sin familiares cercanos.

Pensar que desde ese mismo portal salió a ver cuáles muchachos mataron, sin pensar que eran los suyos; en la saleta se efectuaron, aquel 13 de agosto de 1957, los funerales de sus dos únicos hijos.

Cuentan los que aún pueden que fueron velorios sencillos, para respetar su última voluntad: “No se puede gastar en entierros lo que a otros les hace falta para vivir”, recriminó Luis en cierta ocasión. Él tenía solo 18 años cuando fue asesinado; su hermano Sergio, 17.

Muchos se acercaban a la Casa-Museo, la única de Cuba hasta ayer, para escudriñar la historia de sus hijos; a mí, junto al legado de los Hermanos Saíz, me resultaba extremadamente incógnita la voluntad de la mujer.

Fue Esther una protagonista de dos siglos y dos épocas. Sufrió el batistato, le arrebataron la semilla, vivió la Revolución y el nuevo siglo le brindó la dicha centenaria. Eso casi todos en Cuba lo saben.

Por eso, si fuera a realizar una reseña habitual centraría las líneas en su labor como maestra que no cesó, —ni por las condiciones más precarias de la República Neocolonial—, hasta su jubilación en 1978; o en su accionar como alfabetizadora o inspectora de Educación.

Si la esencia de estas palabras resultara su desempeño profesional valdría enumerar los múltiples lauros obtenidos como la condición de Miembro de Honor de la Asociación de Pedagogos de Cuba y de Doctora Honoris Causa de la Universidad de Pinar del Río; o el Premio Maestro de Juventudes, que otorga la Asociación Hermanos Saíz.

Si quisiéramos resaltar sus méritos como Mariana de siempre, habría que mencionar el legado mambí de los Montes de Oca, y el ejemplo inconmensurable de sus hijos, asesinados demasiado jóvenes.

Pero eso es lo que siempre hablan las reseñas, lo que siempre resaltan las notas fúnebres de las heroínas y héroes.

Prefiero a la Esther persona, la Esther más allá de todo. En este tiempo, en las veces que la vi, lo que más me impresionó fue su sentido inmenso de la vida. De interactuar constante y diariamente con un pasado doloroso, pero sin renunciar a ese deseo sobrehumano de la existencia.

Su casa estuvo inmaculada todos estos años, tal cual como quedó aquel trágico día en que asesinaran a los suyos. Las pertenencias de la familia, del esposo, también guardan privilegiado espacio. La vivienda en sí fue, es una especie de santuario hipnotizado en el tiempo. “Todo está como ayer, pero el encanto del pasado se ha roto”, dijo en verso en varias ocasiones.

Y Esther de tanto dolor, de tantos años de recuerdos, aprendió a no llorar. O al menos no lo hacía a menudo. La madre de los hermanos Saíz Montes de Oca llegó a confesar en cierta ocasión que hasta el día luminoso del triunfo de enero de 1959, pensó que sus Luis y Sergio volverían. “Ese dolor infinito de perder a los hijos, como los perdimos nosotros, no se puede explicar”. Y quizás volvieron, tal vez pensó como suyos todos los jóvenes que pasaban a celebrar su onomástico en agosto.

Ella los hacía felices en cada visita cuando conversaba como pocos a su edad, o recitaba aquellos poemas picarescos con una mentalidad y creatividad que envidiarían muchos. Era una dicha saber que sobrevivía año tras año, rompiendo las lógicas del alma, y hasta los pronósticos de esperanza de vida en Cuba.

Esther no quería morir. No creo que temiera a la muerte. Tampoco sé si lo hacía o no. Pero me inclino a pensar que siempre encontró motivos suficientes por los cuales vencer los años, por los cuales aligerar los pesares de la historia, las “malditas circunstancias” de la existencia. Y ese espíritu de sobrevida, a veces nos falta a muchos.

Después de sus grandes pérdidas, Esther salió pocas veces de su poblado, y con el tiempo mucho menos de su casa. Vivió toda su vida en la tranquila localidad sanjuanera, al sur de Pinar del Río. Allí pasó sus 105 años. Allí quiso pasar sus últimos días. Quiso vivir hasta el final de los finales. Si acaso hay alguno. Y así lo hizo.


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Mayra García Cardentey

Graduada de Periodismo. Profesora de la Universidad de Pinar del Río. Periodista del semanario Guerrillero. Amante de las nuevas tecnologías y del periodismo digital.


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