Me pasó hace apenas unos días. Tuve que trabajar un sábado y llevé a mi hija y mi hijo conmigo; la obra que debía ver y luego reseñar formaba parte de la cartelera de un evento dirigido a la infancia y la juventud.
Ambos andaban muy felices, y yo también. Desde pequeños están habituados a asistir a espectáculos de diverso signo y el teatro siempre los emociona especialmente. Esa tarde no había muchos niños para la función, pero de todos, los míos eran los más chicos junto al bebé de una madre que, por casualidad, estaba a mi lado.
Cuando las personas comenzaron a entrar a la sala, una de las acomodadoras nos abordó sin mucho preámbulo: “Miren, mamás, si los niños hablan, gritan o lloran tienen que salir”. Sin dar tiempo a nada, viró la espalda y nos dejó sumidas en la perplejidad.
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Nosotras dos nos miramos con cara de no entender nada, y entramos. Por supuesto que su bebito lloró un poco y ella lo amamantó, y los míos preguntaron varias veces sobre lo que pasaba en el escenario.
Me negué a usar la advertencia de la señora para asegurarme de que estuviesen callados, el trabajo de enseñarles la manera en qué deben conducirse en ese tipo de espacios lo hago hace mucho y con la mesura que implica: no se le puede pedir a un niño que se comporte como lo que no es, un adulto.
El episodio me dejó un gusto amargo, no solo porque es inconcebible en una puesta para esas edades, sino porque revela una total falta de empatía por la niñez, y la decisión de excluirla si no se adapta a los patrones de conducta “deseables”.
Ese fenómeno, conocido como niñofobia –si bien no designa ningún trastorno reconocido– ha ocupado en los últimos años a varios periodistas, educadores, y madres y padres, angustiados por el rechazo a los niños solo por comportarse como tales.
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En las sociedades actuales cada vez más adultocéntricas, pareciera que una etapa evolutiva tan importante para el desarrollo de una persona como lo es la infancia está mal vista.
Según un reporte de La Tercera, “esta tensión es tan común que en Europa y Estados Unidos hace ya algunos años se han hecho tendencia los lugares ‘libres de niños’; bares, hoteles, cruceros, restaurantes, y hasta sectores de aviones o trenes que se reservan el derecho de admisión de menores para que sus clientes puedan estar ‘tranquilos’”.
Los sitios “adults only” son ampliamente cuestionados, pues muchas personas se preguntan si no es paradójico que alguien que fue niño no quiera ver uno cerca, y si no es discriminatorio prohibir su presencia: ¿qué pensaríamos si no se acepta a alguien en un local por su color de la piel u orientación sexual?
“Se considera que la infancia es molesta, incómoda. Hay en esto una profunda hipocresía; vivimos en una sociedad que ensalza la infancia, pero la idílica de niños callados, sonrientes, que se ‘portan bien’. Pero cuando estos niños gritan, lloran, juegan, hacen ruido, corren, se mueven, entonces molestan”, comenta la periodista española Esther Vivas, autora del libro Mamá desobediente.
Algunos defensores de los espacios libres de niños se justifican en la supuesta permisividad de las maternidades y paternidades actuales. Bien puede ser que alguna madre o padre no establezca límites y se desentienda de lo que hace su hijo o hija, pero la realidad es que en la infancia lo normal es moverse, ser ruidoso, preguntar, llorar…
No imagino a una niña de cuatro años en una cafetería tomándose su jugo con las piernas cruzadas mirando al horizonte y reflexionando sobre el sentido de la vida, o teniendo una conversación tranquila con su hermano de tres acerca de las expectativas para el próximo curso o sobre el carácter de la seño.
Ya bastante cuesta, por ejemplo, afrontar una perreta en público –que tire la primera piedra la madre o padre que no lo haya vivivo– para soportar, además, las miradas recriminatorias y los comentarios insidiosos. Quien sabe lo que es eso –y que forma parte normal del desarrollo infantil– no puede hacer más que ofrecer su solidaridad, aunque sea mediante una sonrisa cómplice.
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Un artículo publicado por Ser Padres explica cómo la reducción de los índices de natalidad ha incidido en la niñofobia: “No soportamos a los niños porque cada vez tenemos menos niños cerca y, por tanto, no tenemos la capacidad de conectar con unos padres en cuyo lugar no nos ponemos poner porque no hemos pasado por un proceso cercano de paternidad o maternidad”.
Otras reflexiones apuntan, además, a que a las familias con hijos también se les dificulta encontrar alquiler: “ni niños ni mascotas”, es el pedido de muchos propietarios.
Puede que se entienda el deseo de no coincidir con niños como un derecho personal, pero cuando esa preferencia se desplaza al espacio público, cuando se traduce en baja o nula aceptación de los comportamientos infantiles, exige –cuando menos– una reflexión profunda.
“Un hijo nunca es un asunto privado”, dice la escritora italiana de origen somalí Igiaba Scebo, al referirse a cómo la comunidad puede –y debe– sostener no solo a la criatura que nace y crece, sino a sus progenitores. Los niños y las niñas son una fortuna colectiva.
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