Pensamos que, ahí delante, tenemos todo el tiempo del mundo para estar preparados cuando lleguen las preguntas difíciles de la niña o el niño: la muerte, las causas de un divorcio, la sexualidad, la política, etc.
Sin embargo, un día cualquiera, o una noche, mientras estamos relajados, viene un “mami, ¿por qué…?” .Y ahí nos quedamos de una pieza, rígidas y nerviosas, tratando de salir de la situación lo más airosas posibles, sin dar información de más o de menos.
En apenas segundos nos pasan mil cosas por la mente, la edad qué tienen, la razón de esa pregunta, si la explicación responderá a nuestros prejuicios más acendrados o a los ideales de crianza que defendemos, si no les hará mal saber tanto o, por el contrario, muy poco.
Los especialistas recomiendan saciar, con franqueza, la curiosidad de nuestros infantes, según sus años, y de acuerdo con sus preguntas; es decir, ceñirse a ellas y no entrar en pánico y mucho menos recriminarles por querer saber.
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Nada me ha hecho replantearme más mi sistema de creencias que la maternidad. Gracias a mi hija y a mi hijo tengo más claras mis virtudes y también mis defectos. Me llevan a querer ser mejor persona todo el tiempo, y a intentarlo.
Pero crecen a tal velocidad que más de una vez me han tomado desprevenida. La más reciente fue con la película El rey león. Luego de ver la parte en que muere el papá de Simba, mi hija me preguntó angustiada: “¿Qué le pasó? ¿Por qué no se levanta?” Y yo, calculando en un segundo que una conversación sobre la muerte vendría sobre mí como avalancha, me equivoqué, y mentí: “Se hizo daño, pero cuando termine la película se despierta”.
Mi hija suspiró aliviada y siguió viendo su animado. Cuando al final apareció Simba con su propio hijo, ella interpretó que el padre se había recuperado, y yo la dejé creer.
Lo que no calculé es que en casa tenemos un niño mayor, que cuando volvieron a verla le dijo que ese del final no era el papá león, que el papá león se había muerto. Y allá fue ella a preguntarme si eso era cierto. Tuve que disculparme por el engaño y explicarle que, ciertamente, el personaje había muerto, es decir, que ya no estaba más.
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Por suerte, se conformó con la respuesta, y me dio tiempo de buscar en internet cómo hablar a la niñez sobre la muerte. Cuando vuelva a la carga con sus interrogantes, estaré más preparada.
Es mucho mejor decir “no sé”, o “busco información sobre eso y hablamos luego”, que mentir o maquillar la realidad. Las niñas y los niños son más perspicaces y resilientes de lo que creemos, y es probable que proyectemos en ellos nuestros propios miedos.
Mis hijos a cada rato me hacen sudar frío con sus interrogatorios, y lo agradezco, porque junto a ellos vuelvo a andar ciertos caminos de la vida. Si algo deseo es que entre nosotros no haya temas prohibidos y que podamos comunicarnos nítida y amorosamente.
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