Hace par de días, mi hija eligió dos peluches y los bautizó Amalia y Abel.
Desde entonces, los adoptó como hijos, y les da la comida, los arrulla, y duerme con ellos, se altera si alguno se le pierde debajo de la colcha, entra en cólera si su hermano osa tocarlos, y les da todo el cariño de que es capaz, que es mucho.
Lo difícil del caso es que cuando dice Amalia o Abel ya no sé si se trata de mis hijos o de mis nietos.
Esta mañana, cuando ya estábamos listos para irnos al círculo, Amalia se quiso llevar a su prole con ella. Yo que no y ella que sí. El reloj corría y dispuesta a terminar con el tema, le dije: “Amalia, tú sabes que al círculo no puedes llevar juguetes”.
Ante tamaña infamia mía, ella me miro con expresión molestísima y me aclaró: “Mamá, ellos no son juguetes”. Arrepentida de mi mala actitud, decidí redimirme: “A ver, Nani, vamos a acostarlos, que ellos quieren dormir otro rato, yo te los cuido hasta que tú regreses”. No sin cierta reticencia, les dio un abrazo a ambos, un besito, y los acostó en la almohada.
Y luego, de vuelta a casa, antes de irme al trabajo, no me atreví a echarlos en el cajón, los puse en la cuna, los abrigué y hasta les pregunté si querían desayunar, no fuera a ser que cuando llegase Amalia, le dieran las quejas de que los estoy tratando como simples juguetes.
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