“¿Qué pintas, hija?” “Nuestra familia” “¿Y yo soy esa, toda pechugona?” Se ríe: “sí, y este es hermano, y ese Abelgrande”. “Bueno, pon a Nube”.
Al rato, me regaló el dibujo. Me gustó tanto que lo subí a un estado de Whatsapp, y se lo pasé a la familia. Pero cuando lo fui a poner en la carpeta donde guardo los dibujos de mis hijos, me dio mucha pena que se quedara así escondida la que me parecía la mejor “foto” de lo que somos juntos.
Así que me la llevé a la oficina. Y cada vez que estoy cansada o estresada, nos miro y la dosis instantánea de ternura actúa como medicina.
Hace uno días, fui con la prole al trabajo. Cuando Amalia vio su dibujo allí, el rostro se le iluminó, abrió los ojos muy grandes y me dijo: “Mira, mamá, lo que pinté”. Y me abrazó.
Entendí entonces que ese gesto había significado para ella más que una docena de esos “te amo” que le repito cada día, porque pudo sentir que la valoro, y que me enorgullece cada esfuerzo que hace.
A eso deberíamos estar más atentas –las madres y los padres– no solo a ese “estaría dispuesta a dar mi vida por él o ella” (que puede nunca ser necesario) sino al detalle que demuestra amor, con calidez y presencia (sea o no física).
Enredadas en la cotidiana tarea de dar de comer, de vestir, de trabajar, que no olvidemos sus aficiones, personajes favoritos, frases divertidas, miedos, talentos… todo aquello que los hace únicos, y de lo que podemos echar mano para tener gestos lindos.
Aunque se incondicional y para toda la vida, el amor materno filial también debe ser, como todos, alimentado.
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