Según todas las evidencias, el siglo inicial de Cuba no fue, precisamente, miel sobre hojuelas. O, traducido al más puro romance cubiche: la gente se estaba comiendo el proverbial cable, pasando más hambre que un ratón en una ferretería. Y, además, durmiendo con uno ojo abierto y el arma sobre el muslo (1).
Y no lo digo yo. Qué va. Muy fidedignos documentos de la época plasman ese testimonio. También lo prueban investigaciones modernas. Tal es el caso de Ramiro Guerra, quien dejó escritas las palabras que a continuación reproduzco:
“Generación tras generación la necesidad primordial consistía en cubrir las exigencias elementales de la alimentación, la casa y el vestido […]. Mientras España se hundía en la decadencia bajo el gobierno de los Austrias, la oscura y monótona historia de Cuba se redujo a un tenaz esfuerzo por crear adecuadas condiciones de vida para los pobladores y rechazar al enemigo en la costa”.
Hasta aquí la cita del erudito. Es decir, durante los 1500, las grandes preocupaciones eran conseguir algo nutritivo que llevar bajo el bigote y mantener la cabeza en su sitio durante los ataques piratescos.
Declárese, ante todo, que uno se mueve por aquellos años como entre tinieblas, por la ausencia de documentación. Es la etapa que Enrique José Varona ha llamado “el oscuro período de gestación de la comunidad cubana”.
Los conquistadores no solían dejar huellas, pues no eran precisamente gente letrada. Ricardo Palma ha probado que conspicuos protagonistas de la conquista americana eran analfabetos (2). Entre nosotros, Hernán Cortés, quien fue alcalde de Santiago, constituyó la excepción. A esto ha de sumarse la destrucción de archivos por los ataques que protagonizaron los bandoleros de la mar (Habana, 1538 y 1555; Puerto Príncipe, 1562; Sancti Spíritus, 1585; etc.). Y, además, “...en Sevilla apenas aparece documentación referente a la Isla en los años que median entre 1555 y 1580”. Tampoco hay información sustanciosa de la primera mitad del siglo XVI, como atestigua la historiadora Yolanda Aguirre.
Se calcula que migraron de España hacia América, en todo el siglo XVI, entre 250 000 y 300 000 personas. ¿Quiénes conformaban ese grupo humano? Pues integrantes de la bajísima nobleza, más pobres que las ratas, cuyo único bien consistía en la posesión de una carta de hidalguía y simples pecheros, solo dueños de su plebeyez. (“Una de las formas de la ‘picardía’, del desamparo popular, será venir a América”, dictaminó Mariano Picón-Salas). Los anima el afán de lucro desaforado, porque, como al final —admite Bernal Díaz del Castillo—, los conquistadores venían a América “…por servir a Dios, a Su Majestad y dar luz a los que estaban en tinieblas, y también por haber riquezas, que todos los hombres comúnmente buscamos”. Según Hernán Cortés, eran “hombres de diversos oficios y pecados”. Bien dijo después Cervantes que son “las Indias, refugio y amparo de los desesperados de España, iglesia de los alzados, salvoconducto de los homicidas, pala y cubierta de los jugadores [...] añagaza general de mujeres libres, engaño común de muchos y remedio particular de pocos”. No es casual que antes que el manco ilustrísimo —en 1578— Francisco Carreño describiese a sus gobernados en Cuba casi con las mismas palabras. (3) (Por eso, por andar moralizando, lo envenenaron al año siguiente).
Ya Alejo Carpentier dictaminó que, mientras crecían los grandes imperios españoles del continente, “Cuba llevaba una existencia insegura y difícil, roída en plena infancia por una avidez insatisfecha, las rencillas, las ambiciones frustradas de hombres que eran, en el fondo, los fracasados de la gran aventura de la conquista”.
Afirma la historiadora norteamericana Irene Wright: “Fuera de los límites urbanos, toda la tierra de la Isla era propiedad —aunque solo en usufructo— de los señores de hatos. Estos rancheros se contentaban con conocer el centro de sus fincas, y desde esos centros reclamaban su derecho a extender su alcance en las despobladas soledades sin cultivo…”.
Es comprensible que solo gente aventurera se sumase a la empresa de cruzar el Mare Tenebrosum en maltrechas cáscaras de nuez. Véanse las recomendaciones de Fray Antonio de Guevara, cronista de Carlos V: “Es saludable consejo que antes que el buen cristiano entre en la mar haga su testamento, declare sus deudas, cumpla con sus acreedores, reparta su hacienda, se reconcilie con sus enemigos, gane sus estaciones, haga sus promesas y se absuelva con sus bulas; porque después en la mar ya podría verse en alguna tan espantable tormenta que por todos los tesoros de esta vida no se querría hallar con algún escrúpulo de conciencia”.
Ramiro Guerra señala que el núcleo social cubano data de la segunda mitad del siglo XVI, en un país donde “la jerarquía se establece únicamente en razón a los oficios públicos que desempeñan o a la mayor o menor suma de bienes que posean, representados por la casa donde se vive […] el ganado de diversas especies que se cría en los hatos y montes y algún esclavo negro comprado o adquirido por herencia”.
En esta etapa se inaugura nuestro multisecular relajo. Llegan de la Península las Reales Cédulas, y nuestros antepasados ibéricos —chicos disciplinaditos— montan ceremoniosamente el gran ritual: ponen los pliegos lacrados sobre sus cabezas, y repiten a coro: “Lo acato, lo acato y lo acato”. Después..., bueno, después harán su inverecunda gana, pues “la ley se acata, pero no se cumple”.
Un historiador colombiano asegura que América pasó de la Edad del Bejuco a la Era del Cerrojo. Es cierto que entonces estas tierras presencian la fundación de varios asentamientos europeos, y conocen la pólvora, la escritura, el hierro, el limonero, la vaca, naves que multiplicaban por varios miles el desplazamiento de las primitivas canoas, y otros muchos portentos. Se transita del areíto a la vihuela. Pero esto fue un juego de “toma y daca”. Porque hasta los gobernadores —caballeros de tal o más cual orden, llenos de condecoraciones, cruces y entorchados— vivirán en el rústico bohío del indocubano. Y “a falta de pan, casabe”. Y “de la necesidad nacieron los mulatos”. Etcétera, etcétera. A pesar de ser un arsenal ambulante, desguarnecido anda el conquistador ante un mundo que de nuevo no solo lleva el nombre: tienen hasta indefensión léxica, de manera que llaman “lagartija” al imponente cocodrilo. Hernán Cortés se lamenta, en carta al monarca, de no poder describirle las maravillas americanas, pues ignora las palabras que las designan.
El trasplante tecnológico no fue muy exitoso: en esta época la agricultura cubana muestra una productividad 700 veces menor que la disfrutada por las huertas aledañas a Madrid, según datos de Luciano Bernard Bosch.
El discutido Hernando de la Parra nos entrega una imagen de la vida cotidiana: las casas “...están plantadas a capricho del propietario, cercadas o defendidas sus frentes, fondos y costados, con una muralla doble de tunas bravas...”. Son construcciones “de paja y tablas de cedro y en su corral tienen sembrados árboles frutales...”. En cuanto al mobiliario: “Los muebles consisten en bancos o asientos de cedro o caoba, sin respaldar, con cuatro pies que forran en lona o en cuero crudo, por lo regular es el lecho de la gente pobre”. Los ricos se mandan a construir, en España, con ébano y granadillo cubanos, “camas imperiales”. “En todas las salas hay un cuadro de devoción a quien le encienden luces...”. Los pobres se iluminan con sebo, mientras los pudientes usan aceite de oliva. Entre los utensilios de cocina, los hay de hierro, aunque los indios prefieren el barro; no falta la loza de Sevilla. A los vasos de guayacán se les atribuyen “grandes y prodigiosas virtudes medicinales”. Se come casabe, carnes frescas o saladas, mucho pescado, y los platos se condimentan con ají picante y se colorean con bija.
Irene Wright dejó una visión de aquellos días inaugurales: “La Habana era ‘escala de todas las Indias’”. No obstante, según decía el gobernador Mazariegos, era un pueblo de pocos vecinos y pobres, porque no tenían otra granjería que sus casas que alquilaban y la venta de los bastimentos que suministraban a los navíos llegados al puerto.
Según manifestaba el obispo, el paso de flotas y armadas traía a la Habana “mucha gente de diversas naciones”, que corrompían las buenas costumbres. En verdad, parece que en esta época “era la Habana una congregación de gentes relajadas, muy dadas al juego. Jugaban el oro en barras, las perlas, y esmeraldas, de suerte que unos se hinchaban con fáciles ganancias mientras otros morían con el alma destrozada por las pérdidas que sufrían. Se acuchillaban unos a otros, se colocaban carteles difamatorios, envenenaban a sus mujeres mestizas para casarse con otras nuevas, y quemaban de cuando en cuando la casa de algún enemigo como diversión. Los culpables buscaban asilo en la iglesia; si se trataba de juzgarlos por vía de ley, el juicio a veces no llegaba a sentenciarse, especialmente si el gobernador Mazariegos juraba que el muerto no había recibido sino su merecido y que él no quería oír más del asunto ‘votando a tal’ que si le molestaban más los parientes y deudos del difunto les echaría a los piojos de la cárcel pública”.
Notas:
(1) Quizás en tan antigua data se forja la condición de arrojado combatiente que tipifica al cubano, mostrada una y otra vez a lo largo de los siglos.
(2) Está probado —por ejemplo— que tanto Pizarro como su enemigo Almagro el Viejo eran iletrados. Esto no ha de extrañarnos, pues en la época de Fernando e Isabel, para ser nombrado ayuda de cámara, era imprescindible demostrar que no se sabía leer ni escribir.
(3) Así los describe Carreño (SIC): “…todos los mas delinquentes que bienen desterrados del Piru e de la nueva españa e mercaderes quebrados e mujeres huidas de sus maridos que se bienen en las flotas e frayles en abitos de legos e gentes bagomundas e fasinerosas e marineros que se huyen de las armadas e flotas e andan por los hatos e labranças de vezinos ni temen a Dios ni a la justizia Real...”.
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