Cultivadores y críticos han reconocido en el jazz una filosofía, una peculiar visión del mundo, de las relaciones humanas y de la libertad. Como lo definiera Nina Simone, “el jazz no es solo música; es una forma de vida, una forma de ser, una forma de pensar”. Es la experimentación de la vida auténtica, alejada de los convencionalismos.
Los jazzmen rechazan las reglas impuestas; se proyectan al mundo para armonizar ese universo aparentemente caótico, con esa pasión compartida por los sonidos del alma. Son “músicos irreductibles a toda mediatización, sea la de una estética musical cualquiera, sea la de una interpretación”. Sus sumisiones, según Julio Cortázar, carecen de la obligada servilidad del concertista clásico.
“El jazz da la libertad de expresar lo que realmente sientes”, opina el joven jazzista Jorge Luis Pacheco (Pachequito); “cuando me siento bien lo expreso en el piano, y cuando me siento mal también me refugio en él”- ha confesado el talentoso músico. Por eso después de estudiar mucho y dominar la técnica, reinventa a Beethoven, Chopin o Bach. Transgresor como Herbie Hancock, toma de todas las costas, un paisaje de Lecuona o de Emiliano Salvador, participa en el Internacional Danzonero "Miguel Failde in Memorial", o se divierte en casa con una versión balada-jazz-pop de “Bajanda”.
“El jazz tiene para mí una connotación específica, no es ni un ritmo, ni un género, ni una música, sino una filosofía de la libertad, el músico que improvisa se va del contexto real e invade el cosmos, se conecta con otra dimensión de la creación y el resultado para el público es una obra creada en el momento, repentista total, delante del público y eso tiene una serie de valores mágicos, eso es lo que tiene el jazz: una posibilidad creativa increíble”. Así ha dicho Bobby Carcassés, el fundador del Festival de Jazz Plaza, un espacio que ha probado fehacientemente los potenciales fraternales de la música, y del jazz en particular.
Una libertad que debe ser entendida como “brotación” (dixi Martí), como expresión sin límites de la naturaleza humana. No, en la concepción que desagua en el individualismo o en el libertinaje, sino la libertad asumida como un delta de imbricaciones virtuosas, el goce de compartir el bien común, lo colectivamente creado. Como en una banda de jazz, como en una descarga.
Una banda de jazz para de Wynton Marsalis es “una auténtica escuela de virtudes cívicas”; pues en ella se trata de “hacer algo juntos y permanecer unidos”. Para el músico estadounidense, su libertad de expresión estaba estrechamente vinculada a la expresión de los restantes miembros de la banda. “Cuanto más libres eran, más libre podía ser yo, y viceversa”. Ser oído implica tener que escuchar al otro. Y hacerlo, además, atentamente. Y para que sonara bien, debíamos confiar los unos en los otros”. En un “solo”, brilla el talento, la individualidad, pero gracias a los demás, que no la dejan naufragar. Se emula, pero en clave fraternal.
Por ello el jazz se impone como puente de almas, rompen los límites y fronteras impuestas por la ambición y la soberbia. Potencialidad oceánica que se explica por los propios orígenes de este género musical. El jazz fue resultante de sucesivas transculturaciones, de la mixtura de diversas culturas, estilos e ideas.
“La música tiene eso tan lindo que es la fusión de los estilos, de las épocas y de las culturas. La humanidad debería copiar un poco eso, porque la fusión de las etnias sería también la salvación, como lo es en la música”, comentó por estos días el talentoso argentino Javier Malosetti, uno de los invitados extranjeros a la 37 edición del Festival Internacional Jazz Plaza.
Malosetti y su banda abrieron ese raudal de sensaciones que experimentamos los que asistimos este jueves en Sala Avellaneda del Teatro Nacional. Se anunció como la Presentación de su Proyecto La Colonia, pero lo menos que hizo fue “colonizarnos”, sino emanciparnos de esos cánones y estancos con los que se separa la música y hasta a las generaciones.
Fue performance explosivo e intenso. Con un repertorio que tiene como eje central la música afroamericana, pero se mueve libremente entre brochadas de rock, el espíritu del Soul y los Blues, la improvisación más sofisticada del Jazz y el pulso rítmico del funk.
Javier, hijo de esa leyenda del jazz argentino que es Walter Malosetti, es un cincuentón, pero no lo parece, proyecta vitalidad y frescura; dialoga armoniosamente con los demás integrantes de las banda que pudieran ser sus hijos: Milton Amadeo en los teclados, el guitarrista Sebastián Lans y un talentoso baterista Tomi Lujan.
De lujo, cuando solo en el escenario, nos regaló tres temas, lo más lirico de la noche, acompañado de su peculiar Ultra Bass Javier Malosetti Signature de 5 cuerdas, el que por momentos parece corear un Blues.
Se anunció como la Presentación de su Proyecto La Colonia, pero lo menos que hizo fue “colonizarnos”, sino emanciparnos de esos cánones y estancos con los que se separa la música y hasta a las generaciones ( Foto del Autor)
Javier Malosetti es reconocido como uno de los bajistas más recurrentes e importantes de la escena argentina. Paralelamente desarrolla con pasión sus conocimientos de batería, guitarra y piano. Varios de sus trabajos han sido galardonados con el prestigioso Premio Gardel de la Música. En 1993 grabó su primer disco como solista homónimo, calificado de revelación en varios medios. Su Proyecto Malosetti & La Colonia también fue merecedor del Premio Gardel 2021. Ha trabajado con figuras de la talla de Luis A. Spinetta, Rubén Rada, Pappo, Dino Saluzzi, León Gieco, Divididos, Nathy Peluso, Alex Acuña, Larry Corryell, Jaime Ross, Hugo y Osvaldo Fattoruso, entre tantos otros.
Cerró el espectáculo de Alain Pérez, que más que un concierto, nos prodigó con una descarga, ¡una soberana descarga cubana! Sus jóvenes músicos probaron su mayoría de edad y su integración armoniosa; vencieron en los sucesivos retos que le impuso Alain, con su espontáneas improvisaciones vocales, en su ir y venir de lo “clásico”, de los pilares más auténtico de nuestra música, a su propio repertorio.
El público mayoritariamente de pie, bailando, disfrutó a plenitud ese viaje musical recopilado en su último disco El cuento de la buena pipa. El que, como apunté a raíz de su presentación, es un disco ecléctico, como un collage de pasajes memorables de la música universal y sobre todo cubana, en el que se asoma, una y otra vez, la impronta de la música urbana. Con arreglos donde Alain Pérez se luce, al resolver felizmente y sin extraviar al bailador, esos atrevimientos suyos de combinar géneros y ritmos, una metáfora con otra.
Es música popular bailable, pero compuesta y arreglada por un jazzmen, que se ha presentado en varios festivales de jazz del mundo; por un talentoso alquimista de ritmos, con esa impronta contagiosa de multiplicar orillas.
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