Doscientos setenta kilómetros me separan de casa, de la casa grande que me vio partir un día de agosto hace casi una década. Allí quedaron los amores más grandes, las tardes bajo la mata de guayaba, la merienda del pan con azúcar, los domingos pesarosos por el regreso a la beca, los libros polvorientos de aquel librero apretado, las madrugadas de juergas y también algún que otro juguete, solo, olvidado.
A doscientos setenta kilómetros de ese nido he construido otro, igual de entrañable aunque con recuerdos menos profundos. A este nido mío, el que he ido moldeando con mis propias manos, le faltan afectos. Una llamada telefónica, un correo electrónico, un SMS para decir rápido “no te preocupes, estoy bien”, son los lazos endebles que van sustituyendo los abrazos, los besos, los buenos días, la sobremesa después de comer.
Quedan pocas fechas para el reencuentro, quizás un cumpleaños, un alumbramiento o alguna pérdida que termina reuniéndonos en la tristeza. La cotidianidad, implacable, va robando tiempo y armando justificaciones porque siempre aparece algo más importante que hacer y al “mañana veo lo de los pasajes” se le van sumando días, semanas, meses…
Llega diciembre y con él los recuentos. Como un película de atrás hacia adelante pasan los 365 días de un año que se va de nuevo como agua entre las manos. En los momentos de quietud o de nostalgia que provocan las últimas tardes del año, una canción en la radio o un álbum lleno de recuerdos, comienza el perenne pase de lista de lo que hicimos, lo que dejamos de hacer y hasta de los pendientes para el próximo año. Y en esa retahíla de momentos vuelve a salir a flote el tiempo alejado de casa, de la casa grande.
Por eso antes que acabe el 2016 vuelvo a la autopista, a acortar los 270 kilómetros que me separan de los míos. Regreso al abrazo entre todos, a la carcajada sonora de mi madre, al bullicio de mis sobrinos correteando por la casa, a los olores de una cocina que no descansa, a las conversaciones larguísimas, al recuento de los vecinos que quedan aún en el barrio, al encuentro con los amigos de siempre. De nuevo habrá torrejas, ensalada fría, una carne exquisita, música, mucho baile y el brindis feliz justo a las doce.
Son tiempos de estar en familia, de tomar un aire, de recostarnos en el hombro de nuestras madres. Sobrarán luego las horas para el trabajo y los compromisos. Es momento de hacer maletas, de salir a la carretera, de surcar océanos o cruzar solo una calle, para sentir el alivio de la compañía, para volver escuchar ese “bienvenido a casa” que sabe a gloria.
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