lunes, 23 de septiembre de 2024

La barriga

Solo ahora, veinte años después, reparo en la importancia de aquella barriga bola. La barriga: una frontera, un límite, y al mismo tiempo en teatro de operaciones, una zona de interacción. Nuestra relación, sin dudas, era barrigocéntrica...

Mario Ernesto Almeida Bacallao en Exclusivo 21/09/2022
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abuelo y nieto
Algún día tendré que hablar más, después de pensar mucho, de explicármelo bien, sobre cómo se nos enseña a ponderar el vínculo de lo sanguíneo, a veces huérfano de contactos que lo consoliden, por encima de las ataduras que construye el afecto contracorriente, el de quien llegó después. Foto: Óleo "Con el abuelo" (Pinterest)

Algún día tendré que hablar más de mi abuelo, “el palestino”, y de por qué no aprendí a llamarlo abuelo a pesar de que siempre ha estado para mí, conmigo… Algún día tendré que hablar más, después de pensar mucho, de explicármelo bien, sobre cómo se nos enseña a ponderar el vínculo de lo sanguíneo, a veces huérfano de contactos que lo consoliden, por encima de las ataduras que construye el afecto contracorriente, el de quien llegó después.

No recuerdo cuándo apareció. No recuerdo qué fragmento del mundo inmenso del patio descubrían mis ojos cuando lo tuvieron de frente por primera vez. No recuerdo el momento exacto de presentaciones, porque a los niños pequeños también les salta alguna alarma cualquier par de pupilas nuevas que, por arte de magia, se introduzcan en su territorio.

La barriga resulta, quizás, el primer indicio de cariño que la memoria afectiva deja escapar a estas alturas. La barriga, sí, tan sólida como pronunciada, casi una pugna insólita entre intestinos y músculos.

Más que un abuelo “postizo”, por aquellos tiempos tuve una barriga grande a mi disposición. Yo no necesitaba un abuelo, sino, tal vez, una dichosa barriga o un abuelo con barriga y Jorge, así se llama, lo entendió como nadie. La felicidad de un niño ajeno, el nieto de una mujer a la que apenas conocía, le costó perder la soberanía de su abdomen mismo.

Solo ahora, veinte años después, reparo en la importancia de aquella barriga bola. La barriga: una frontera, un límite, y al mismo tiempo en teatro de operaciones, una zona de intercambio. Nuestra relación, sin dudas, era barrigocéntrica. Aquel era mi saco de boxeo, mi punching-bag canela “marca país”, hasta que los golpes comenzaron a ser golpes y él no tuvo otra que decir: “Dale suave que ya yo soy un viejo”, “Dale suave, que ya pegas duro”.

Fue terrible jubilar a aquella gran masa. Fue difícil no mostrar cómo el gancho había aumentado su potencia o el jab su velocidad desde la semana anterior. Complejo mudar las muestras de afecto hacia otros “lares”.

Por mi abuelo, “el palestino”, por su rostro triste a ratos, conocimos muy temprano el sabor “cultural” de la xenofobia.  ¿Por qué nos era tan difícil no llamarlo por su nombre, como si solo fuese un conocido a secas? ¿Por qué no le decía abuelo, como justamente le decía al resto?

Jorge me había enseñado a ensartar los anzuelos, a cortar las cañas bravas y atarle un fino nailon en la punta para convertirlas en varas de pesca. Después de que murió mi bisabuelo, pasó a ocupar el honorable cargo de maestro pelador de caña de azúcar e incluso el de maestro de papalotes en cuanto a confección y vuelo, a fin de aprovechar los güines, que en invierno son belleza centralizada de cañaverales.

Con Jorge tal vez sorbí los primeros tragos de cerveza en fiestas populares. Con Jorge hablé de novias inexistentes. Con Jorge fui a la discoteca del pueblo cuando ningún amigo quiso acompañarme. Con Jorge salí a buscar mangos silvestres por los caminos montunos, mangos altos y perdidos en árboles enormes de gigantescos curujeyes, mangos de a pedradas.

Con Jorge el rayo en seco en mitad de la nada, los cuentos de matarifes de reses que acuchillaban los cueros y las carnes cerca del río, entre los matorrales, las anécdotas de la lejanía en el espacio y tiempo, como si fuese un canario contando su niñez en un sitio irrepetible. Como si fuera un príncipe carabalí que recrea y hasta mitifica la tierra y la felicidad de antaño, al tiempo que las sabe irrecuperables.

Y yo paso y vuelvo a ver aquella piel todavía tersa de monumental abdomen, aquella barriga invencible que permanece viva  mientras todo lo demás va muriendo: los ánimos, los brazos, la espalda, la mirada y la vida. Y la barriga ahí, como invencible.

Y reaparecen los recuerdos de la tosca bondad, del punching-bag abandonado y el sabor agrio en la boca por la certeza que asalta: qué pocas veces uno dice te quiero a quien tanto lo merece. Qué pocas veces digo “abuelo” a quien no engendró a mi mamá, pero me “parió” a mí.


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Mario Ernesto Almeida Bacallao

Periodista y profesor de la Facultad de Comunicación de la Universidad de La Habana

Se han publicado 1 comentarios


Julio Enrique
 21/9/22 8:16

Muy buen escrito, conmovedor, educativo. Excelente para reflexionar sobre nuestras vidas, y el cariño hacia esas personas que tanto amamos y no se lo expresamos con frecuencia.

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