Pasajeros

Cuando era pequeña vi la serie de ciencia ficción Cosmos 1999. (La serie era de los años ´70 y para ellos el penúltimo año del siglo era cosa del futuro). Recuerdo un episodio que me marcó profundamente: un hombre que viajaba dormido en una travesía intergaláctica de varias décadas, se despertó a pocas horas del despegue de la nave. Sin poder volver a dormirse –después me enteré que en la sci-fi se llama a ese sueño inducido estado de criogenización- su vida estaba condenada a la soledad eterna.

El capítulo se terminaba ahí, en ese justo momento, y yo me estuve preguntando por días cuán pesada sería la soledad absoluta. De hecho, les confieso, estuve casi una jornada –que duró mientras mis padres estaban en el trabajo- encerrada por propia voluntad en mi closet… sin salir ni hablar con nadie. La sensación de aburrimiento y soledad que recuerdo de aquella, mi primera tortura autoinducida, fue tan brutal que de alguna manera me llevó, ya siendo adulta, a leer a Nietzsche y a Arthur Schopenhauer…

Pero volviendo al tema que nos ocupa. Pasajeros (2017) asume como premisa el punto donde termina el capítulo de Cosmos 1999 que traumatizó parte de mi infancia: un hombre se encuentra, por error, absolutamente solo en una nave espacial que tardará 90 años en llegar a su destino. En ese supuesto perverso, sin compañía humana, nuestro protagonista se encuentra tan solo como el mismísimo Adán… antes de que naciera Eva.

La cinta está llena de intertextualidades. Tiene lo mismo referencias bíblicas que a películas del género como son Gravity y 2001: odisea espacial. (Se nota que Morten Tyldum, cineasta nórdico (noruego), también se hizo torturas autoinducidas de niño). Lo que pasa es que, como muchos otros directores del momento, Morten Tyldum ha sido abducido por Hollywood. En Pasajeros (2017) todas las preguntas existenciales se pliegan ante la historia de amor que se desata entre los dos protagonistas. Así de simple es la historia por la que Tyldum se decanta.

A ver, no digo que el amor sea una cuestión simple. Para nada. Lo que pasa es que los ingredientes que lleva el amor entre Chris Pratt y Jennifer Lawrence en esta cinta –por cierto, qué buenos dos intérpretes para asegurar infinitos espectadores- podían haberse desarrollado con igual facilidad en tierra firme. Y lamento que la película haya perdido la oportunidad de ser una ciencia ficción tan interesante y cuestionadora como la de Stanley Kubrick… o al menos tan irreverente como Interstellar. ¿No le parece una pena que la cinta sea tan solo una comedia romántica con escenografía espacial?

¡Pero qué escenografía! El Universo mismo en toda su magnitud es el fondo de la primera cita que tienen los amantes… ¡y esa vez en que Jennifer Lawrence casi se ahoga en una masa de agua sin gravedad que flota en el medio de la nave…! La historia de amor se desarrolla, eso sí, en un ámbito muy poco habitual. Pero es una historia de amor. Nada más. Igual… tampoco nada menos.