viernes, 20 de septiembre de 2024

Nadie escuchó nada

Les comparto este lunes de Libromanía un cuento policiaco de la escritora e investigadora, Yamila Peñalver Rodríguez...

Laydis Soler Milanés
en Exclusivo 09/11/2020
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Fiesta ilustración
“Pensar lo efímero que puede ser un instante, un mísero lapso de tiempo ridículamente inservible” (Imagen : Vecteezy)

"Nadie escuchó nada" de la escritora e investigadora, Yamila Peñalver Rodríguez, narra la relación de dos parejas en algún lugar que por la descripción obviamente no es Cuba. Inicia en una sala de interrogatorio, pues uno de ellos había muerto en una fiesta de fin de año. Allí a partir de sus recuerdos confusos por haber bebido demasiado, el personaje principal y también narrador intentará reconstruir los hechos hasta llegar a la verdad.

El cuento comienza con un crimen y termina con una reflexión: lo decisivo que puede ser cada instante. Se los recomiendo.

NADIE ESCUCHO NADA

Por: Yamila Peñalver Rodríguez

Nadie escuchó nada. Más tarde todos recordarían que nadie escuchó nada, que había demasiado ruido y risas por doquier, y música excesivamente alta, como corresponde a un típico día de celebración. En eso todos parecíamos estar de acuerdo; en eso, y en que fue muy raro que Philips se marchara a aquella hora, pero hasta ese momento, al momento de declarar, digo, a nadie pareció importarle.

A mí me llamaron primero, después tocó el turno a Dotty; la hicieron entrar en la habitación contigua a pesar de su llanto. Eran dos investigadores. Uno alto y enclenque, de semblante cansado; el otro bajo y rechoncho, con una perenne sonrisa de satisfacción. Se entendían de maravillas. El alto hablaba con cierto desgano y sin mirarte a los ojos; el regordete, en cambio, parecía fijarse sobre todo en los detalles.

—¿Afirma usted entonces que el señor Philips se marchó a eso de las doce menos cuarto?
El gordo hacía ese tipo de preguntas y yo no conseguía recordar haber dicho algo parecido. Puede que sí, o a lo mejor dije a las once y media, o cuando solo faltaban cinco para la medianoche. ¿Quién podría asegurarlo con tanto whisky y ginebra y tanto champán asimilado a esas alturas? ¿Podían acaso culparme por beber a gusto la última noche del año?

Me moví incómodo en el asiento.

—No creo poder asegurarlo con exactitud —fue lo único que se me ocurrió decir, y el flaco tomó nota en una libretita.

A veces uno se ve envuelto en ese tipo de situaciones. Me parecía absurdo estar en esa sala de dos por tres metros con escasa iluminación y paredes amarillentas. Lo peor era el polvo. En solo cinco minutos había estornudado lo menos unas diez veces. A la oncena, el gordiflón, solícito, me alcanzó una caja de kleenex.

—En ese caso —agregó luego—, podemos darle tiempo para organizar sus ideas mientras vamos interrogando al resto.

Se pusieron de pie y avanzaron hasta la puerta. El gordo, antes de salir, regresó a su lugar la caja de servilletas.

Si se viene a ver, Laura y Philips Butler eran un matrimonio como otro cualquiera. De esos que pagan concienzudamente las cuentas, compran regalos en Navidad y se van de vacaciones todos los años. No tenían hijos, pero tampoco parecía importarles demasiado.

Philips estaba en el negocio de la bolsa. Una vez por semana, al menos, solíamos beber algo en Chains o cualquier otro bar del centro. Conversábamos mucho. A mí me gustaba escucharlo. En realidad le admiraba; su matrimonio, a diferencia del mío, me parecía perfecto. Laura siempre me resultó una mujer muy enigmática.

No podría asegurar cuándo empezaron los problemas. Lo primero fue que comenzamos a vernos en Chains más de una vez por semana. Al principio yo aceptaba de buen grado, después se me hizo cada vez más difícil. Después, claro está, todo empezó a complicarse; pero entonces yo no podía prever lo que sucedería.

Una de aquellas tardes lo noté muy abatido. Al cabo de unos tragos comentó que quizás, a pesar de todo, les hubiera hecho falta un hijo. Terminamos de beber en silencio, luego tuve que acompañarle a casa. Habría sido una locura dejarlo conducir.

Ese tipo de escena se repitió varias veces. Laura siempre nos recibía con aquella expresión de desamparo. Algunas noches, sin embargo, Philips dijo ciertas cosas; cosas terribles a mi juicio. Comprendí que era momento de actuar.

La llamé una mañana a principios de septiembre. Acababa de levantarme y tomaba el desayuno en la cocina. Dotty ya se había marchado al trabajo. Del otro lado demoraron en contestar. Cuando por fin lo hicieron, mi voz se escuchó un poco ronca.

—Debemos hablar —le dije.

Ella guardó silencio durante unos segundos, podía sentir su respiración sin dificultad. No sé por qué me dio por pensar que esperaba mi llamada desde hacía mucho.  

—¿Es sobre Philips? —preguntó entonces.

—Naturalmente —y fijamos la hora y el lugar para la cita.

Luego los días transcurrieron sin grandes sobresaltos; Philips, en tanto, se desmoronaba. Comencé a sugerirle que asistiera a Alcohólicos Anónimos. A Laura la llamaba siempre en las mañanas, si había oportunidad nos encontrábamos en la tarde. Siempre a la misma hora. En el mismo motel de las afueras.

—¿Y bien?<

Laurel y Hardy entraron otra vez

—¿Y bien? —repitió Hardy—. ¿Ya pudo recordar?  

Hice un esfuerzo, me dolía demasiado la cabeza. Me pregunté si a Dotty le habría ido mejor.

Laura y Dotty eran amigas de la infancia, dejaron de verse después del instituto; cuando volvieron a encontrarse, ambas ya estaban casadas. Laura con Philips, Dotty conmigo. A partir de entonces se hizo habitual que nos frecuentáramos.

En ocasiones ellas viajaban por un par de días, iban de compras a otras ciudades y aprovechaban para divertirse un poco. Nada del otro mundo, solían decir, solo tomarse un respiro de sus fastidiosos maridos. Mientras, los fastidiosos maridos salían de pesca o seguían viéndose en Chains para tomar unas copas.

Al regreso de uno de esos viajes Dotty me confió que Laura y Philips tenían problemas.

 —Están intentando tener un niño, todo parece indicar que Phil es estéril… Pobre, no creo que lo lleve muy bien. Por favor, no vayas a darte por enterado.

Y no lo hice. Ni siquiera mucho después, cuando la propia Laura me lo confesara. Fue durante nuestro tercer encuentro. Los dos permanecíamos tumbados un poco adormecidos. Una ligera brisa levantaba las cortinas, a través de la ventana se filtraba también el gorjeo de los pájaros.

—Por eso comenzó a beber.

—¿Qué? —al principio no entendí lo que decía.

—Phil. Por eso comenzó a beber —suspiró—, porque no conseguimos tener un hijo.

Me apoyé sobre el brazo izquierdo; con la otra mano le acaricié la mejilla.

—No te culpes, nadie puede prever esas cosas.

—¿Y cómo puede alguien cambiar tanto? —preguntó ella después—. Amas a una persona, piensas que has de quererla por siempre y de pronto… Esa persona se transforma hasta el punto de convertirse en un extraño.

Preferí no contestar.

—Señor Bennett, si insiste en no cooperar nos veremos en la obligación de levantarle cargos.

Yo quería cooperar; pero me venían a la mente otra clase de recuerdos.

—Quizá lo dicho por su esposa pueda servirle de ayuda —Laurel abrió su agenda con parsimonia; por primera vez en lo que iba de interrogatorio me miró directo a los ojos.

Un golpe de efecto, pensé. Hardy cruzó los brazos a la expectativa, Stan carraspeó antes de continuar.

—Según la declaración de Dorothy Bennett, Laura Butler, al parecer, tenía una aventura.

Ambos me observaron con atención.

—¿Philips le comentó algo al respecto? —preguntó Hardy.

—Si acaso insinúa que ese pudo ser el móvil, lamento decirle que se equivoca. Phil nunca mencionó nada parecido. Sus problemas con Laura eran de otra índole.

Mi voz estuvo a punto de quebrarse.

—¿Bebe mucho el señor Philips? —esta vez Stan apartó la mirada. Yo, en cambio, lo observé como si me estuviera tomando el pelo.

—Eso no es secreto para nadie.

—Cierto; aunque no deja de ser extraña semejante transformación. Así, sin más, ¿de respetable hombre de negocios a borracho perdido? Cuesta admitirlo.

—Las personas suelen tener problemas.

—Sí, eso ya lo dijo —Hardy descruzó los brazos—. Problemas de otra índole... ¿Como la imposibilidad de tener hijos, por ejemplo?

Siempre pensé que no les importaba. Antes de saber lo de Phil, siempre creí que les daba igual el asunto de los chicos, y en el fondo resultó que ambos fingían para hacerlo soportable. Laura sobre todo. O quizá Philips. Ahora no podría asegurar quién de los dos iba peor. Él al menos halló consuelo en la bebida. ¿Y Laura? La sospecha me torturó desde el comienzo. Sabía que no me amaba; sin embargo, me resistía a creer que apenas la soledad y el sufrimiento la hicieran buscar mi compañía. Más de una vez le pedí que lo dejara. ¿De qué valía una relación así? Pero ella ni siquiera daba muestras de considerarlo. Yo estaba dispuesto a abandonar a Dotty… Era tan dulce, tan complaciente, incapaz de hacer el menor daño; pero lo nuestro venía apagándose sin remedio. Nadie tuvo la culpa.

—¿Philips acostumbra a ponerse violento? —Oliver se movía por la habitación.

—¿Cuando bebe quiere usted decir?

—Exacto. ¿Philips Butler solía pegarle a su esposa? ¿La maltrataba cuando estaba ebrio?

La primera vez que le puso un dedo encima no acudió a nuestra cita. Esa misma noche me presenté en su casa con la excusa de recoger unos cheques que Philips me debía. Llevé a Dotty conmigo, a ella Laura no dejaría de contarle si estaba ocurriendo algo.

Encontramos a Phil mucho peor que otras veces. En la sala había un desorden tremendo. Cristales rotos en el piso, muebles volcados. Dotty preguntó por Laura y corrió escaleras arriba. Yo tuve que contenerme para no hacer lo mismo.

Terminamos en Urgencias del hospital más cercano. Laura sangraba profusamente de una herida en la cabeza, tenía varios moretones, un corte de vidrio en el brazo. Dotty la encontró desmayada a la entrada de su habitación. Philips no dejaba de repetir entre hipos que se lo había buscado.

—Según su esposa, el señor Butler pegaba a Laura con frecuencia —Oliver acabó por sentarse de nuevo—. Nos confesó que en los últimos tiempos la situación iba de mal en peor. Nunca hubo acusaciones, sin embargo.

Stan, que no paraba de escribir, levantó la cabeza. Por un instante sentí que esperaban de mí algo trascendental.

Era cierto, Laura jamás quiso denunciarlo. Por más que insistí e intenté persuadirla, siempre se mantuvo inflexible. Yo hubiera podido hacerlo; pero ella se habría negado a declarar en su contra. Me lo advirtió muchas veces.

—Ella no se decidió… Supongo que por miedo. O quizá fuera muy convencional para esas cosas. Ya sabe, el respeto al marido, al matrimonio.

Laurel y Hardy sonrieron.

—Sí —dijo el segundo—, muy convencional a todas luces. ¿Qué nos puede decir sobre su amante?

—Le repito que es una acusación infundada.

—La señora Bennett asegura lo contrario…

—¿Laura se lo contó?

—Usted, señor Bennett, no se entera de nada. ¿O sí? —Hardy me observaba juntando los dedos—. ¿Acaso sabe algo que no quiere decirnos?

Llamaron a la puerta. Oliver se levantó para abrir, al rato le hizo una seña a Stan para que se acercara. Estuvieron cuchicheando con un sujeto de aspecto sombrío. Mis manos comenzaron a sudar, las sequé varias veces en las perneras del smoking. Oliver regresó y Laurel salió de la habitación. Tardó varios minutos. Mientras tanto nos mantuvimos en silencio.

Oliver releía las notas de Stan cuando este asomó la cabeza y pidió que lo acompañara. Poco después los escuché hablar desde la habitación contigua. Las voces me llegaban atenuadas, luego volví a sentir el llanto de mi esposa, sostenido, mucho más fuerte que al inicio.

—¿Qué sucede con Dotty? ¿Qué le han dicho para que se ponga así?

Laurel acababa de entrar.

—Cálmese, señor Bennett —dio unos pasos en mi dirección—. Le ruego que se siente. Ella… está nerviosa, es comprensible. Sin dudas ha sido una noche larga.

Se quedó mirándome indeciso.

—Acaban de entregarnos los preliminares de la autopsia —dijo por fin—. Laura Butler estaba embarazada. Eso le informamos a su esposa hace un momento.

Los segundos parecieron quedar suspendidos en el aire

—¡El muy maldito merece la silla eléctrica! —estallé—. ¡Oh, no! ¡Esa muerte sería demasiado buena para él! ¡Se merece morir empalado! ¡Eso es!

—Le he dicho que se calme.

—¡Estaba embarazada, estaba embarazada y la mató a golpes!

—Fue un solo golpe, señor Bennett —Stan suspiró—. Philips ya tuvo tiempo de declarar. Lo encontraron hace unas horas en un bar de los suburbios. Él no tenía idea del embarazo. Ni siquiera imaginaba que la esposa lo engañara. Estaba ebrio, discutieron, forcejearon un poco, ella tropezó y se golpeó la cabeza al caer. Aun así, cuando el señor Phil abandonó la casa, Laura Butler todavía se hallaba con vida. El dictamen forense también confirmó ese detalle. Si hubieran avisado a tiempo…

—¿Avisar? ¿Cómo? Nadie escuchó nada, ¿recuerda? Jamás nos enteramos de lo que estaba ocurriendo. ¡El único que podía avisar era Philips y se marchó sin decirlo! Para cuando la encontramos…

No pude continuar, Stan hizo un gesto de fastidio.

—Vaya a casa, intente descansar. Su esposa debe permanecer aquí al menos hasta mañana. Me pidió que le dijera que prefiere no verle ahora.

—¿Qué diablos…?

—Descanse, señor Bennett —Laurel me dirigió una larga mirada desde la puerta.

Llegué a casa poco antes del amanecer. Me entretuve deambulando por callejuelas desiertas. La luz del porche había quedado encendida. Recordé que salimos apurados y Dotty lo advirtió cuando ya estábamos en el auto. Entré, solté el abrigo, me serví una copa de ginebra. En la sala hacía calor, la calefacción estaba demasiado alta. Me dejé caer sobre mi sillón favorito. Una tras otra comenzaron a sucederse las imágenes.

Había alrededor de unas treinta personas en la casa, casi todos compañeros de Phil, hombres de negocios en compañía de sus esposas. Dotty y yo llegamos con retraso. Laura nos recibió en la cocina, no se sentía a gusto con semejante celebración. La fiesta había sido idea de Philips, ella hubiera preferido algo más íntimo como todos los años. Dotty dijo que a Phil seguro le vendría bien algo de compañía, que en los últimos tiempos se le notaba muy tenso. Muy ebrio querrás decir, Laura la miró como si no la reconociera.

Yo me serví una copa de vino, opté por reunirme con los demás. Laura había terminado conmigo una semana antes y me costaba mucho permanecer a su lado.

Los anfitriones acondicionaron toda la planta baja para comodidad de los invitados. El ambiente resultaba agradable, aunque Philips ya había comenzado a beber más de la cuenta. Iba de un lado a otro tambaleándose y alzando la voz. Laura lo observaba a distancia sin poder ocultar su nerviosismo.

Terminé la ginebra y preparé un whisky doble. Apagué la calefacción, me aflojé el nudo de la corbata antes de volver a sentarme. Cerré los ojos y seguí bebiendo.

A partir de cierto momento les perdí de vista a los dos, para cuando vine a darme cuenta ya no estaban en la sala. Cerca de la medianoche había bebido demasiado. Busqué a Dotty para pedirle que nos marcháramos; pero tampoco la encontré. Fue entonces cuando vimos a Philips bajar las escaleras y seguir de largo hasta la salida sin siquiera ponerse el abrigo.

El resto, apenas una sucesión de imágenes. Todos preguntando por la dueña de casa cuando iban a dar las doce y se disponían a iniciar el conteo regresivo con las manos repletas de uvas. Un tal Henry Walker que se ofreció a ir por ella a la planta alta para que no se perdiera el brindis y los fuegos artificiales. Dotty que apareció de improviso, como salida de la chistera de un mago, recriminándome entre sonrisas por haberla dejado sola. La mayor parte de los presentes reunidos alrededor de la piscina. Dotty confusa preguntando por Laura. La búsqueda más tarde en cada una de las habitaciones hasta dar con el cuerpo en el estudio, tendido junto a la estufa, en medio de un charco de sangre.

Serví el que sería mi último trago de la jornada y me acerqué a la ventana. El sol comenzaba a insinuarse. Estaba exhausto, pero no podía cerrar los ojos. Pensar lo efímero que puede ser un instante, un mísero lapso de tiempo ridículamente inservible. Philips marchándose sin decir nada, el vacío que sobrevenía en mi memoria tras su partida incapaz de ser completado con la secuencia correcta… Phil bajando las escaleras, alguien subiendo después esos mismos peldaños para corroborar una sospecha, alguien que hasta entonces no había conseguido rescatar de entre las brumas del recuerdo por tanto whisky y ginebra y tanto champán asimilado a esas alturas. Alguien demasiado nervioso para llegar a confesarme esa noche que los celos y el despecho la hicieron optar también por el silencio antes de que pudiera arrepentirse… Alguien que apareció de improviso, como salida de la chistera de un mago, recriminándome entre sonrisas por haberla dejado sola.


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Laydis Soler Milanés

Periodista, amante de la literatura y de la buena música.


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