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lunes, 25 de noviembre de 2024

Doce horas en la vida de una mujer muy común

Les comparto este lunes un cuento de la egresada del IX Curso de Técnicas Narrativas del Centro de Formación Literaria Onelio Jorge Cardoso, Greity González Rivera...

Laydis Soler Milanés
en Exclusivo 07/12/2020
4 comentarios
Familia
El cuento trata sobre el peso de las tareas del hogar y formas de maltrato psicológico que pueden sufrir las mujeres

Esta vez quiero compartirles un cuento sobre la vida rutinaria de una mujer en su hogar con su familia, que bien podría ser similar a la de muchas cubanas.

Doce horas en la vida de una mujer muy común

Por: Greity González Rivera

7:15 a.m.
Tengo el honor de freír los perritos más sabrosos de Cuba. Al menos, dice Jorge que le saben mejores que las salchichas de Frankfurt. Lo que pasa es que sólo pensar en despertarme hoy también a freír perros calientes y de paso, a limpiar baños y fregar platos, pues... Si pudiera quedarme un rato más durmiendo. Así fuera nada más hasta las ocho. Después de todo, hoy es domingo. Estoy segura que la mitad de las mujeres de este país están en la cama todavía. En estos momentos me encantaría pertenecer a esa mitad. Bueno, no sólo en estos momentos. 
Pero Jorge siempre desayuna a las ocho en punto. O a esa hora, o nunca. Jorge, el militar frustrado. Lo que más adora en esta vida es la puntualidad. Además, él, en sus días de descanso, hace cosas mejores que comer, lo que se traduce en:
Regar las plantas del jardín
Arreglar el garaje
Ver el televisor
Y por supuesto:
Dormir
Bueno, al menos él divide su vida en dos partes: trabajo y descanso. Porque yo no sé si trabajo eternamente o descanso eternamente. Quizás haga las dos cosas a la vez.

7:24 a.m.
Me dirijo hacia el baño. Arrastro los pies y bostezo largamente. Tengo una actitud de “me da lo mismo” que sé que pronto tendré que sacudirme. Como hace una semana, mientras me estoy lavando los dientes, la mitad de un ciempiés asoma por el hueco del lavamanos, y se esconde muy rápido. (¿Para qué tendrán todos los lavamanos estos huequitos?). Trato, además, de analizar si estos animalejos tienen otra cosa en su anatomía que no sea pies, pues juraría que el que se esconde aquí tiene lengua. El asco me invade. Hace ya siete días que soporto esta visión repugnante sin poder hacer nada por remediarlo. No puedo echar agua caliente por el hueco porque he oído decir que eso provoca una reproducción desmesurada y sería horrible tener entonces, en vez de ciempiés, milpiés. Tampoco puedo decírselo a Jorge, pues él piensa que todo lo que corre por las cañerías de esta casona vieja que él quiere aún hacer pasar por mansión, es perfume francés, y no seré yo quien lo saque de su idea. Lo imagino diciéndome que la única que ve bicharracos donde no los hay, soy yo. ¿Por qué nunca los ve él o los niños?

7:33 a.m.
Ya en la cocina, preparo las condiciones. Bajo de los estantes el azúcar, el café y la leche en polvo. Del refrigerador saco los huevos, tres guayabas y, no faltaba más, los perritos. Dentro del horno encuentro el pan. Empiezo a preparar el desayuno con toda la pompa que exige Jorge. Trato de acordarme a quién le gusta el huevo frito con la yema blanda y de calentar la leche a la misma vez que preparo el café, a la misma vez que preparo el jugo de guayaba y a la misma vez, por supuesto, que frío los indispensables perros.
Monto la mesa con un mantel de flores y le pongo encima todo lo necesario para que se note que somos una familia cubana funcional, como esas que salen en la televisión dramatizando programas de salud en la que todos sus miembros se alimentan adecuadamente.
Termino exhausta. Parece que corrí un maratón. Voy al cuarto de los niños. Como es lógico, ya están despiertos; y como siempre, brincan encima de las camas como dos saltamontes. No me explico cómo con tanto trabajo que paso preparando desayunos, almuerzos y comidas, estos niños no engordan ni una libra. Son dos auténticos renacuajos.

8:25 a.m.
Ya en la mesa, Jorge empieza a mostrar sus primeras señales de mal humor matutino. Al ver que Jorgito, de cinco años, con su acostumbrada hiperactividad, derrama la leche sobre el mantel de flores, le da un cocotazo. El niño empieza a llorar y Raulito, dos años mayor, se ríe a carcajadas.
Empiezo a molestarme. Después de todo, la que debería estar repartiendo cocotazos y de mal humor soy yo, pues ninguno de ellos tendrá que fregar los cacharros y mucho menos lavar el mantel de flores. A pesar de mi incipiente rabia, sonrío y trato de aplacar los ánimos. Estoy segura que, en estos momentos, mi cara asemeja la de una virgen pintada por Murillo.   

9:02 a.m.
Media hora para tomar el desayuno es demasiado tiempo si tenemos en cuenta que no hemos hablado y que mientras más nos demoremos más terrible me resulta después levantarme a fregar. A ver ahora qué preparo de almuerzo: ¿arroz-frijoles, pescado; arroz-pollo-ensalada o arroz-chícharo y huevo?

10:31 a.m.
¿Por qué Jorge me llamará con esos gritos? Desde la ventana de la cocina diviso el jardín. Jorge está conversando con unos hombres. Salgo al portal, entonces se acerca y me dice:
-Esperancita, pon dos platos más para el almuerzo. Vienen los albañiles a tirar el baño de atrás.
No. De verdad no puedo creer que tenga que soportar precisamente hoy el ruido del pico rompiendo azulejos. Después tendré que limpiar la cochambre que deja el cemento, además deberé hacer jugos, y café, y todas esas cosas que uno hace para que los albañiles no se sientan como esclavos.
Oigo que Jorge me dice:
-Ellos mismos van a traer los azulejos.
-¿De qué color? ¿Cremitas?
-No, azules.
-Pero, Jorge, sabes bien que no soporto el azul. Es un color deprimente.
-Esperanza, da igual que sean verdes, amarillos, o rojos. El caso es adecentar ese baño, parece un corral de puercos. Además, tú nunca vas a ese baño.
Lo miro con rabia y le contesto:
-Pero si se arregla quiero usarlo. ¿O es que no tengo ese derecho?
Doy la vuelta y me dirijo a la cocina, el cual parece ser el lugar donde he de pasar el noventa por ciento de mi vida. Me siento como un niño que trata de rebasar todos los niveles posibles en un juego de Nintendo. En este caso, el nivel del almuerzo es más complejo que el del desayuno pero, como éste, también habré de superarlo y obtener el mejor puntaje. Por eso, a pesar de no tener delante de mí ningún objeto azul, comienzo a deprimirme.

11:15 a.m.
Les llevo jugo de frutabomba a los albañiles, quienes están, junto a Jorge, preparando la mezcla con el cemento. En realidad, Jorge hace como si los ayudase, aunque sólo sabe dar órdenes inútiles. Los albañiles lo miran con cierto resentimiento, yo también.

11:32 a.m.
Pues allá va. Me he decidido por arroz, frijoles, croquetas de pescado y ensalada de tomate.

2:10 p.m.
No hay dudas. Hoy es un día muy normal como otro cualquiera. Desde que me casé, hace ya diez años, no ha pasado un día sin que algo me salga mal en la cocina, a pesar de las horas pasadas junto al famoso libro de Nitza Villapol. Es como si yo estuviese jugando un eterno papel en el que no acabo de encajar. Hoy, como casi siempre, el arroz no me ha quedado desgranado y las croquetas son una pasta blanda falta de sal. Por tal razón, las caras han lucido muy largas en la mesa, y los albañiles cambiaron sus miradas de resentimiento, de Jorge hacia mí.

2:16 p.m.
-¿Ahora es qué usted se aparece? Déjeme decirle que por suerte tenemos una tostadora, porque hoy, por culpa suya, tuve que sacar unos panes con moho del horno y casi quemarlos para que lucieran decentes -desgañito un rato más, descargando mis frustraciones, cobardemente, contra el pobre panadero, un viejo medio idiota que sólo atina a mirarme con esa sonrisa falsa de todos los viejos con prótesis dental, sonrisa que, de manera inexplicable, me recuerda a mi propio matrimonio.
Finalmente, le compro el pan y le sonrío. Mi sonrisa, ahora que lo pienso, no me representa nada, lo cual es todavía más triste.

3:00 p.m.
Tengo que lavar un bulto enorme de ropa. Lo que no sé es si tenga fuerzas para soportar hacerlo mientras veo cómo la casa se llena de cemento. Los niños se han encargado de esparcirlo por todos lados; a pesar de que les he gritado y les he pegado.

4:34 p.m.
Tocan a la puerta. Abro. Es Marisol, mi vecina. Como yo, Marisol tiene treinta años, y es evidente que pertenece a la afortunada mitad que duerme la mañana. Ostenta una interminable soltería que se trasluce en pelo y uñas cuidados en extremo. Su vertiginosa vida me seduce. La diferencia entre ella y yo es notable, y no puedo evitar envidiarla. Viene a pedirme prestados un par de aretes finos, esta noche irá al Cabaret Parisien.
Se va muy rápido, y promete venir mañana para contarme detalles. Cuando me besa en la puerta, me envuelve su caro perfume. Me quedo sola, en la disyuntiva de si debo terminar de lavar, comenzar a hacer la comida o tomarme un pomo de pastillas para dormir.
Imagino cómo debe estar Marisol: deberá estar tirándose de los pelos al no poder decidirse entre un vestido u otro.
Me miro ante el gran espejo del pasillo. No hace falta un concurso de belleza para asegurar que soy mucho más bonita que Marisol. Jorge pasa por detrás de mí. Me da una condescendiente nalgadita y se aleja, sin mirarme. De algo estoy segura, y es que de todas las desgracias que me han tocado vivir, nada, hasta ahora, se compara al hecho de que Jorge y yo no nos miramos a los ojos desde hace mucho tiempo.

7:00 p.m.
No sé por qué, a pesar de decidirme por un plato tan sencillo como espaguetis, la comida ha resultado de nuevo un desastre. Jorge piensa que lo hice a propósito. Grita, me insulta.
-¿Tú ves, amigo mío? -dice a uno de los albañiles-. Este es el resultado de casarse con una universitaria. ¡Ocho años comiendo sancocho!
Los niños se ríen. Hago un esfuerzo para no llorar y trato de mostrar una actitud divertida, pero estoy muy cansada. No puedo más.
-Permiso, voy al baño.

7:15 p.m.
Y en el baño me encierro, junto con el ciempiés, y lloro. Lloro mucho, como si quisiera arrancarme algo indescifrable de adentro, algo que no puedo, de ninguna manera, conservar en mi interior. Sin embargo, muy pronto me seco las lágrimas. He encontrado una loca respuesta a mis inquietudes, la que, no por loca, deja de ser una respuesta. He descubierto que cualquiera tiene un accidente y se corta con un azulejo, un suceso muy desagradable en la vida de una persona. Y si nos ponemos de mala suerte, quien sabe y esto se convierta en un suceso fatal.


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Laydis Soler Milanés

Periodista, amante de la literatura y de la buena música.

Se han publicado 4 comentarios


Mara
 29/3/21 23:20

Que triste realidad!!!

Juan Carlos Subiaut Suárez
 16/12/20 12:12

Estimada Laydis:

He visto que Usted rompe lanzas a favor de los escritores y otros aspirantes a serlo. No les llego ni a los talones de los segundos, pero, leyendo a Greiti, me acordé de algo que escribí hace unos años y ahora, con su permiso, lo adjunto para que lo valore:

UN DÍA DE MI VIDA.¿Qué tiene de singular un día en la vida de un hombre? Todos son iguales, se sigue la misma rutina, nos despertamos, nos ponemos presentables, salimos a tomar la guagua del trabajo, con trabajo –codazos, empujones y algún otro apretón – nos montamos y de casualidad, alcanzamos un asiento vacío, entre saludos y otras amabilidades, reales o fingidas, diplomáticas diría alguien. El viaje de siempre, llegar al Hotel, una nueva tanda de saludos, esta vez más cordiales, al menos entre gente que lo soporta a uno todo el día y en lo fundamental comparte mis problemas. Marcas tarjeta, el desayuno real en el comedor de empleados (casi leche o jugo, pan y aderezo con mostaza y catchup y algún remedo de embutido) y el desayuno de problemas (la reunión diaria con el jefe, el listado de cosas pendientes, que sigue cuesta arriba no importa lo que se haga y el listado de las nuevas, que casi siempre es estratosférico cuando se avizora alguna de las frecuentes visitas). Después y siempre antes de comenzar con la primera encomienda, aparecen las prioridades, casi siempre enfundadas en la voz por trunking del D. G. que nos hacen mandar a la mierda toda la planificación anterior y mucho menos cumplirla. Si sucediera solo a primera hora, quizás fuera soportable, pero se repite indefectiblemente y sobre todo, a la hora en que supuestamente terminas tu jornada laboral y estás recogiendo y organizando apurado tu salida, pues se te va la guagua de regreso. A veces pienso que no es un exceso de celo profesional, o que tiene que tomar la batuta y asumir la conducción de un problema pues los varios subordinados que debían haberlo hecho en su tiempo no lo hicieron o no quisieron hacerlo; otras que lo hace con sádica satisfacción de hacernos correr imponiéndonos su autoridad – sintiéndonos de paso avergonzados por ser señalados por la radio casi pública – en la solución de un problema en que a veces no tenemos ni siquiera vinculación. El almuerzo, que el trunking parlanchín no deja ni paladear – la digestión se hace trabajando - , tratar de socializar con tus compañeros de labor, no algo nuevo, lo de siempre pero con algún ingrediente que lo hace novedoso o al menos digno de escuchar – el nuevo gol de Messi, la victoria de los Cocodrilos, lo buena que está la jevita que entró de camarera, en fin, retornar a la tarea con una cosa en el estómago y otra en la mente, para soportar la nueva andanada de llamadas por el aparato, menos mal que él no siente ni padece, si no ya se hubiera cansado del D. G. y le hubiera dicho, como quieren varios: Váyase Usted a la porra, señor mío! y lo hubiera mandado para casa de la puritísima hostia; pero no ocurre y uno se contiene con la esperanza que amanezca otro día el gallego con otro disco y nos deje más tranquilos. Pero en fin, tranquilidad para qué, es mejor tener la mente ocupada, si no se te funde el aparato  pensando en que no te alcanza con lo poco que te pagan, con los problemas en la casa que se acumulan de domingo en domingo y que sigues rompiendo los compromisos que le hiciste a tu mujer de resolverlos algún día en que tengas tiempo, en fin, que transcurre la jornada y termina sin darte cuenta, alguien te avisa y sales corriendo, ya sin tiempo, te cambias, marcas tarjeta y sin aliento, te derrumbas en un asiento en la guagua de regreso, llegando en un duermevela a casa, donde te espera la D. G. a domicilio, que no le hace falta el trunking para que se enteren los vecinos de lo despreocupado que eres, que no le tiras ni un hollejo a la casa, que el fogón está en huelga y el refrigerador ofreciendo espacios en alquiler. Te tiras un baño y te acuestas taponeándote los oídos para refrescar y tratar de dormir, recuperando fuerzas y ánimos para enfrentar el nuevo día, con la esperanza que sea distinto. JCSS Marzo del 2015

Laly
 10/12/20 17:07

Normal en todas las mujeres:lo que hay que hacer es darle tareas a los demás miembros de la familia poco a poco dentro de las posibilidades de cada cual...  Y el azúl no tiene nada de deprimente El azul es el color del cielo y del mar, por lo que se suele asociar con la estabilidad y la profundidad. representa la lealtad, la confianza, la sabiduría, la inteligencia, la fe, la verdad ,se le considera un color beneficioso tanto para el cuerpo como para la mente, produce un efecto relajante de,felicidad,dulcura y calma
 

 

 

Mercedes Eleine González
 7/12/20 19:14

Excelente cuento de una fluidez narrativa tal que se lee de un tirón sin tropiezo alguno, con un hilo conductor de inicio a fin maravilloso.

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