No todos actúan por cuidar sus vida

En Santa Cruz del Sur estuve de visita casi a finales de la década de los años 80, y aunque ha pasado el tiempo, hay un detalle inolvidable: la mano levantada de una estatua de varios metros de altura.

Tal vez no sea interés de todos los visitantes de esa localidad portuaria ubicada al sur de Camagüey, pero mi curiosidad desde antes de llegar fue saber hasta dónde había llegado el mar cuando arrasó en 1932.

“¿Ves esa mano de la estatua? ¡Hasta ahí llegó el mar!”, dijo el mismo lugareño que me trasladaría entre la cayería del Laberinto de las 12 Leguas.

Había leído sobre la altura de las aguas y escuchado historias de aquel desastre, pero nada es como elevar la mirada y ver aquel tramo desde el suelo hasta allá arriba, varias veces el tamaño de una persona.

No se trataba de la altura de un rascacielos, pero pensar en la fuerza de las olas a ese nivel fue suficiente para perturbar el viaje por el bello paisaje marino de una ruta bien llamada laberinto por lo fácil que es perder el rumbo entre esos cayos.

Después estuve varias ocasiones en otra localidad costera de la provincia espirituana, en Tunas de Zaza, unas veces para hacer reportajes sobre la cría artificial de camarones y en otras dos, con el propósito de hacer coberturas periodísticas sobre evacuación ante la cercanía de huracanes.

Tras el paso de dos meteoros en la década de los 90, fui testigo de una distribución masiva de bienes del hogar, además de tener que reconstruir la mayoría de las viviendas, porque el viento, las lluvias y el mar arrasaron todo.

Pregunté a los lugareños: ¿Y por qué no reconstruyen el caserío un poco más tierra adentro?, pero resultó que ya las autoridades se lo habían propuesto y masivamente se habían negado.

Quizás no se trasladaban por las mismas razones que tampoco quieren hacerlo los habitantes de varias comunidades de la costa norte de Villa Clara que tampoco quieren irse ni aun cuando el reciente huracán Irma elevó el nivel del mar por encima de donde la memoria histórica conservaba que habían llegado los anteriores ciclones.

O por los mismos motivos que en el puerto de Santiago de Cuba se negaron a mudarse para edificios multifamiliares ubicados en terrenos menos propensos a sufrir las consecuencias de un sismo, que a diferencia de los huracanes, no pueden pronosticarse con tiempo suficiente para una evacuación oportuna.

Sin dudas que la Tarea Vida concebida por estudios científicos multidisciplinarios para sobrevivir a los efectos negativos del cambio climático, no basta con que sea aprobada estatalmente, pues lo mismo al norte que al sur de Cuba, predominan en la población fenómenos comparables con un suicidio colectivo.

Tal vez sea mayor la profundidad que los hombres y mujeres de ciencia deban alcanzar en investigar cómo lograr que los lugareños de comunidades amenazadas por fenómenos naturales no tengan comportamientos caprichosos ni perciban los riesgos y peligros y actúen con sentido común.

Con toda seguridad, estas indagaciones requerirán también mayor amplitud de especialidades para diseñar acciones educativas y persuasivas porque hay quienes no se mudan por disímiles razones que incluyen hasta tener la vivienda ubicada en lugar propicio para la venta ilícita de productos marinos.